Son las 8 de la mañana, falta media hora para que empiece el trabajo y corro hacia la cafetería para tomarme aquel exquisito café.
Mis oídos escuchaban de lejos los pitidos de los coches, las vecinas hablando animadamente de balcón a balcón; los niños durmiendo todavía en sus asientos rumbo a el colegio y mis ojos, admiraban a la gente que a estas horas hacia ejercicio.
Llego a la cafetería y un ambiente a voces diluidas con otras, el olor a café recién hecho y tostadas doradas, me invade.
Voy a la barra y pido mi tipico café; un capuchino con extra de espuma. Mientras espero a que salga, miro el reloj.
Faltan 15 minutos.
No llegaré a tiempo, lo sé, pero mientras tanto, me fijo en la gente que se encuentra allí: una anciana con su cortado, dos policias desayunando antes de su jornada, una estudiante acabando sus deberes a una velocidad que marea y alguna que otra família disfrutando de sus chocolates calientes.
Por no hablar del ruido que generan las cucharitas al chocar con las tazas, las maquinas de café haciendo magia y de la gente riendo por las conversaciones.
Mi café llega y en ese momento me doy cuenta de que la rutina no me ha dado tiempo a admirar lo que son las odiosas y hermosas mañanas.
Junto con mi café, disfruto esos 5 minutos que me quedan.