La primera vez que te ves obligado a pelear, algo dentro de ti cambia de forma instantánea. Todo lo que conocías como “normalidad” desaparece, y el caos toma control .
Todo comienza en una parte pequeña pero poderosa de tu cerebro llamada el hipotálamo. Esta estructura es la que activa la respuesta de lucha o huida, preparando tu cuerpo para reaccionar ante una posible amenaza. En este momento, tu cuerpo se llena de adrenalina y noradrenalina, un cóctel de hormonas que te pone alerta. Tu corazón se acelera para bombear más sangre a los músculos, las pupilas se dilatan para captar más luz y tus músculos se tensan, todo con un único objetivo: sobrevivir.
Mientras tanto, la corteza prefrontal, la zona de tu cerebro responsable de la lógica y la razón, comienza a apagarse poco a poco. El miedo que surge de la amígdala toma el control, y ya no piensas en las consecuencias de tus acciones. Estás en un estado de supervivencia total, y tu cuerpo actúa de manera instintiva. Todo parece volverse más rápido y confuso, como si el entorno se redujera a solo tú y esa otra persona.
En ese momento, la memoria muscular se convierte en tu mejor aliada, aunque no siempre sea muy efectiva. Si no has entrenado en deportes de contacto, es probable que tus movimientos sean torpes, descoordinados y carentes de elegancia. Los estudios muestran que bajo estrés intenso, tu control motriz fino disminuye, lo que explica por qué tus golpes no se sienten tan precisos como los habías imaginado. En lugar de una pelea organizada, te conviertes en un animal actuando por pura supervivencia.
El dolor, en ese momento, no se siente como lo esperabas. La adrenalina actúa como un potente analgésico, bloqueando la sensación de dolor mientras estás en pleno conflicto. Es solo después, cuando la tensión baja, cuando el cuerpo comienza a procesar lo sucedido. La corteza prefrontal empieza a despertar de nuevo, y te das cuenta de lo que realmente ocurrió. Las manos tiemblan, el dolor físico aparece con fuerza y, en muchos casos, la mente se inunda de ansiedad y preocupación. El cortisol, la hormona del estrés, toma el control y te deja con la sensación de que todo ha sido más desgarrador de lo que pensabas.
Lo más difícil no es el dolor físico, sino el proceso mental posterior. La violencia, aunque sea defensiva, deja una marca. Aunque hayas ganado, la experiencia cambia algo dentro de ti. Es una lección dolorosa sobre lo que realmente significa pelear, y no siempre lo que obtienes al final es la satisfacción que esperabas. Por eso, si alguna vez puedes dar un paso atrás y evitar el conflicto, hazlo. El verdadero poder está en la capacidad de no reaccionar.