¿Por qué creemos lo que creemos? ¿Qué papel juegan esas ideas que asumimos como verdades, aun cuando no podemos probarlas? Las creencias, lejos de ser un mero residuo cultural o una costumbre sin fundamento, son uno de los motores más profundos de la conducta humana. Y no, no se limitan solo a las religiones o supersticiones: todos, incluso los más racionales, navegamos la vida guiados por ellas.
Una creencia no necesita pruebas absolutas para influir .
Existen distintos tipos de creencias. Algunas son simples suposiciones sobre el mundo —como pensar que tu equipo ganará el campeonato o que existe vida fuera de la Tierra—, mientras que otras están ancladas en una confianza profunda, como creer en una persona, en una divinidad o en la humanidad misma. Estas últimas pueden tener un impacto muy positivo en nuestra vida.
Estudios recientes han encontrado que las personas con creencias espirituales tienden a experimentar mayor bienestar emocional, mejor salud física y una vida social más rica. Las creencias pueden reducir el estrés, disminuir la ansiedad y generar un sentido de propósito que se vuelve vital en tiempos difíciles. Además, ayudan a construir comunidades cohesionadas, con redes de apoyo que son clave para la salud mental y física. Incluso, hay investigaciones que asocian la espiritualidad con una mayor longevidad.
Pero este poder no está exento de riesgos. Las creencias también pueden marginar a quienes piensan diferente, imponer normas innecesarias y fomentar actitudes egoístas o incluso violentas. El fanatismo, cuando se cierra al diálogo y al pensamiento crítico, puede conducir a algunas de las peores catástrofes sociales.
Por eso es importante revisar nuestras creencias, no para destruirlas, sino para comprender su impacto. Porque también existen formas de espiritualidad no religiosas: el asombro ante la ciencia, la belleza de la naturaleza, el sentido de conexión con el universo. Einstein y Carl Sagan hablaban de una espiritualidad compatible con la razón, una que nos invita a ser parte activa en la creación de un mundo mejor.
Creer no es lo opuesto a pensar. Al contrario, podemos y debemos pensar sobre lo que creemos. Examinar nuestras ideas más profundas, confrontarlas con la razón y también con la emoción, puede ser un camino hacia una vida más coherente, solidaria y significativa.