La vida arranca doliendo. Literal .
Pero en algún momento, alguien te dijo que la vida debería ser otra cosa. Que si te esforzás lo suficiente, todo se acomoda. Que si hacés bien las cosas, el dolor se va. Y vos te lo creíste. Entonces, cada vez que algo no sale como querías, te quejás. Como un delantero que erró un gol claro y se queda tirado mirando el pasto, vos te quedás en el lamento, esperando que mágicamente cambie el partido.
El problema es que la vida no es fútbol. La vida es más parecida al básquet. ¿Sabés por qué? Porque en el básquet no hay tiempo para la queja. Erraste un tiro, y ya están tirando del otro lado. No tenés margen para lamentarte: o reaccionás, o quedás afuera. Así funciona esto. El tren no pasa una sola vez. Pasa muchas. Pero tenés que estar despierto, entrenado, listo para subirte. Si te quedás mirando cómo lo hacen los demás, si solo hablás de lo que hacen los demás, vas a vivir siempre desde la tribuna.
Y sí, capaz ahora la estás pasando mal. Muy mal. Sentís que la vida te está metiendo una piña tras otra. Pero incluso en este momento, podés elegir arrancar de nuevo. Literalmente. Ahora. Porque la vida es eso: volver a empezar mil veces. No importa cuántas veces fallaste, ni cuántas oportunidades se te fueron. Lo único que importa es si hoy vas a moverte o si vas a quedarte llorando por el gol que no hiciste hace cinco fechas.
Y un detalle no menor: no sos el centro del universo. El mundo no gira a tu alrededor. A nadie le importa tanto lo que hacés, cuánto errás o cuánto acertás. Si creés que todo el mundo te está mirando, te estás equivocando. La mayoría ni te ve. Entonces, ¿para qué cargarte con la presión de gustarle a todos, de hacerlo perfecto, de no fallar nunca?
Es mucho más fácil mirar la vida de otros, hablar de la farándula, opinar desde el sillón. Pero eso no te cambia la vida. Solo te distrae. Mientras tanto, vos seguís igual. Te quejás, pero no hacés. Y no hay nada más desgastante que vivir desde la queja sin moverse ni un centímetro.
No se trata de renunciar a todo ni de mandarlo todo al carajo. Se trata de mirarte con sinceridad y preguntarte: ¿qué quiero para mí? No para el resto. Para vos. Porque si no hacés ese ejercicio, vas a terminar siendo un experto en excusas, en explicaciones, en justificaciones. Pero nunca en decisiones.
Así que, aunque nadie te vea, aunque nadie te aplauda, aunque nadie te anime: movete. Dejate de joder. Jugá.