¿Por qué hay recuerdos que simplemente no se van? ¿Por qué un olor, un tono de voz o una mirada pueden hacernos sentir como si tuviéramos cinco años otra vez… y estuviéramos asustados?
El trauma infantil no es solo una experiencia dolorosa guardada en algún rincón del pasado. Es una marca silenciosa que se inscribe en la mente, en el cuerpo y en el alma .
Crecemos y aprendemos a adaptarnos. Nos volvemos complacientes, desconectados, hipervigilantes, o incluso duros con nosotros mismos. Sin darnos cuenta, esas adaptaciones se convierten en patrones que repetimos en la adultez. Y un día, nos damos cuenta de que hay algo dentro que no encaja: ¿por qué me cuesta confiar? ¿por qué me autosaboteo? ¿por qué tengo tanto miedo de perder lo que amo?
El trauma infantil tiene esa capacidad: instala programas invisibles que operan en segundo plano durante toda nuestra vida. La ciencia lo confirma: el estrés prolongado en la infancia altera la forma en que se forma el cerebro, afectando nuestras emociones, nuestra capacidad de decisión y nuestras relaciones. El cuerpo, literalmente, “lleva la cuenta”.
Pero hay algo que nunca deberíamos olvidar: el trauma no es una condena.
Sanar es posible. Aunque el dolor haya sido profundo y persistente, el cerebro tiene plasticidad, la mente tiene resiliencia y el cuerpo, con el tiempo y el cuidado adecuado, puede volver a sentirse seguro. La clave está en hacer visible lo invisible: reconocer los patrones, cuestionar las creencias heredadas, permitirnos sentir lo que antes tuvimos que reprimir.
La sanación también es un acto colectivo. Ocurre en la terapia, sí, pero también en una conversación honesta, en una amistad que nos sostiene, en una pareja que nos enseña que se puede amar sin herir. Cada vínculo seguro es una oportunidad de reescribir nuestras viejas historias.
Y aunque el trauma pueda heredarse de generación en generación, lo mismo puede pasar con la sanación. Al romper los ciclos, no solo nos liberamos a nosotros mismos, sino que también liberamos a quienes vienen después.
No se trata de borrar el pasado. Se trata de aprender a vivir con él sin que dicte cada decisión. Se trata de mirar hacia atrás no para quedarnos ahí, sino para comprender por qué sentimos lo que sentimos… y entonces, comenzar a elegir algo distinto.
Tal vez no elegimos lo que nos pasó. Pero sí podemos elegir qué hacer con eso ahora.