En muchas partes del mundo, la comida es una elección. Podemos decidir si queremos comer sin gluten, si preferimos una dieta vegana, si apostamos por productos orgánicos o si seguimos una alimentación keto .
Visitamos supermercados con pasillos repletos de opciones, comparamos etiquetas, analizamos ingredientes, y a veces, incluso descartamos alimentos por razones estéticas o por seguir alguna tendencia nutricional. Este panorama, que puede parecer normal en ciertos contextos, contrasta de forma abrumadora con la realidad de millones de personas que simplemente no tienen qué comer, y mucho menos la posibilidad de elegir.
La alimentación, más que un derecho básico garantizado, se ha convertido en un privilegio. Las cifras son alarmantes: según organizaciones internacionales, más de 800 millones de personas en el mundo pasan hambre o tienen acceso limitado a alimentos. Para ellas, no se trata de qué comer, sino de si podrán comer. En este contraste brutal, la comida deja de ser un acto cotidiano para convertirse en una lucha diaria por sobrevivir.
Mientras tanto, en otras partes del mundo –o incluso en el mismo país, en una ciudad vecina o a pocas cuadras de distancia– hay quienes pueden darse el lujo de desechar alimentos por vencer su fecha de caducidad sin haber sido abiertos. Hay quienes no solo comen, sino que planifican minuciosamente lo que comerán según sus metas físicas o preferencias personales. Esto, en sí mismo, no está mal. No se trata de culpar a quien tiene acceso, sino de reconocer que ese acceso es, en realidad, una forma de privilegio.
El problema no es tener opciones, sino ignorar que no todos las tienen. Vivimos en una época en la que las redes sociales y el marketing alimentario nos impulsan a seguir ciertos estilos de vida saludables, a consumir productos “limpios”, “libres de”, “naturales”. Y aunque puede haber buenas intenciones detrás, muchas veces estas elecciones se promocionan sin tener en cuenta su inaccesibilidad para la mayoría. Comer sano y con consciencia no debería ser un lujo, pero lamentablemente lo es en muchos contextos.
Este desequilibrio nos invita a reflexionar, no desde la culpa, sino desde la empatía. ¿Qué podemos hacer desde nuestro lugar? Quizás empezar por no normalizar el desperdicio de comida, por apoyar iniciativas locales de acceso a alimentos, o simplemente por ser más conscientes de lo afortunados que somos cuando abrimos la nevera y tenemos la posibilidad de elegir. La alimentación debería ser un derecho para todos, no un privilegio para algunos.
Porque al final, comer no debería ser una cuestión de suerte, ni de estatus. Debería ser una garantía básica, una realidad justa y digna para cada ser humano. Y si tú hoy puedes elegir qué comer, ese simple acto también puede convertirse en una oportunidad para pensar, compartir y actuar con más conciencia.