El estrés es una respuesta natural del cuerpo ante situaciones que percibe como amenazas o desafíos. En pequeñas dosis, puede ser útil, incluso motivador .
Pero cuando se vuelve constante, cuando vives en un estado de alerta prolongado, ese estrés deja de ser funcional y comienza a afectar profundamente tu salud física, emocional y mental.
El cuerpo, bajo estrés, libera hormonas como el cortisol y la adrenalina. Estas sustancias preparan al organismo para reaccionar rápidamente, pero cuando se mantienen elevadas durante mucho tiempo, generan un desgaste. El sistema inmunológico se debilita, lo que te hace más propenso a enfermedades. Puedes notar que te enfermas con más frecuencia, que no duermes bien o que siempre estás cansado, incluso después de descansar.
En la mente, el estrés crónico también deja huella. Dificulta la concentración, reduce la memoria y alimenta pensamientos negativos. Muchas personas comienzan a sentir ansiedad, irritabilidad o tristeza persistente. Con el tiempo, este estado constante puede derivar en trastornos como la depresión o ataques de pánico. Además, se altera la relación con uno mismo y con los demás: las emociones se desbordan con facilidad y las relaciones personales sufren.
El cuerpo manda señales todo el tiempo: dolores musculares, problemas digestivos, insomnio, palpitaciones, falta de apetito o atracones. Ignorarlas solo agrava la situación. Por eso es vital reconocer cuándo el estrés está saliéndose de control y buscar herramientas para gestionarlo.
Respirar profundo, hacer ejercicio, hablar con alguien de confianza, escribir lo que sientes o acudir a terapia no son lujos ni signos de debilidad. Son pasos necesarios para recuperar el equilibrio. Cuidar tu salud mental es una forma directa de proteger tu cuerpo, tu paz y tu calidad de vida.
No esperes a que el cuerpo grite lo que el alma lleva tiempo susurrando.