El hormigón romano es prácticamente indestructible, mientras que el moderno se agrieta y colapsa en pocas décadas.
¿El secreto? Una fórmula revolucionaria de hace más de 2,000 años que combinaba ceniza volcánica (puzolana), cal y piedra pómez, creando tobermorita aluminosa, un mineral que lo fortalecía con el tiempo.
A diferencia del hormigón actual, que depende del acero y se oxida, el romano se volvía más resistente con los siglos.
Su diseño en arcos, cúpulas y columnas optimizaba la distribución del peso, permitiendo que estructuras como el Panteón y los acueductos aún desafíen la historia, dejando en evidencia la superioridad de la ingeniería antigua.