Con tan solo 21 años, me tocó vivir una situación que transformó por completo mi manera de ver la vida. Lo que comenzó como una simple molestia física se convirtió en un proceso complejo que no solo afectó mi cuerpo, sino también mi mente y mi espíritu .Esta experiencia me llevó a enfrentar mis miedos, a cuestionarme sobre mis elecciones y, finalmente, a encontrar un propósito mayor en medio de la adversidad. Este texto no es solo un relato de lo que viví, sino también una invitación a reflexionar sobre la importancia de la fe en tiempos difíciles. Espero que mi historia pueda ser una luz para aquellos que atraviesan sus propias tormentas.
Desde el principio del año 2022, estaba atravesando una etapa difícil en mi vida. Interiormente me sentía mal, como si cargara con un peso constante que no lograba soltar. Venía de una mala racha en la carrera y, para ser honesta, sentía que no estaba logrando lo que quería. Mis días transcurrían sin un objetivo claro que me motivara a persistir. Además, lidiaba con inseguridades y preocupaciones que parecían repetirse una y otra vez. En resumen, mi mente era un caos.
Así llegó el mes de julio. Se acercaba el campamento juvenil de la iglesia, y para ese momento, no quería asistir. La verdad, la idea de convivir y participar en actividades no me atraía en lo más mínimo. Sin embargo, después de mucho pensarlo, decidí darme la oportunidad. Algo en mí me decía que tal vez me haría bien para despejarme y aclarar mis ideas.
Durante el campamento, realizamos muchas actividades con movimiento, juegos y ejercicios que exigían energía. Para mi estado físico, esto no era nada ideal porque llevaba una vida bastante sedentaria. Pero, curiosamente, esto fue algo que empezó a hacer eco en mi mente. Ese recuerdo me llevó, tiempo después, a reflexionar profundamente sobre la importancia de hacer actividad física. Es increíble la energía que el cuerpo puede generar cuando se activa, los beneficios que trae tanto física como emocionalmente. Sin embargo, vivimos en una sociedad que se ha acostumbrado a permanecer en la zona de confort. Nos olvidamos de que el cuerpo necesita liberarse de los nervios y tensiones acumuladas, que los músculos deben moverse y trabajar para mantenernos vivos en plenitud.
Volviendo al campamento, algo muy profundo en mi interior me decía que se avecinaba una nueva faceta en mi vida. Pensaba que ese tiempo sería de calma, que los problemas que me atormentaban desaparecerían. Pero, para mi sorpresa, no fue exactamente así. Lo que sí descubrí fue que detrás de todo lo que estaba viviendo existía un plan más grande, un plan que no podía comprender del todo en ese momento. Como dice en Jeremías 29:11: "Pues yo sé los planes que tengo para ustedes", dice el Señor. "Son planes para lo bueno y no para lo malo, para darles un futuro y una esperanza" (NTV).
Ese campamento no resolvió mis problemas de la noche a la mañana, pero me regaló algo mucho más valioso: la certeza de que, aunque mi mente fuera un caos y mi vida pareciera desordenada, había esperanza. Y lo más importante, entendí que no estaba sola en el camino. Había alguien que sostenía mis pasos, alguien que conocía el propósito detrás de cada etapa de mi vida.
Llega agosto, y con él, la recta final de las vacaciones en la carrera que estaba cursando. Para ese entonces, la verdad es que me seguía yendo bastante mal en mis estudios. Intenté calmar el estrés haciendo bicicleta estática, pero cometí un error por no saber mucho de cómo usarla. Como soy alta, el asiento debería ir más alto, pero lo dejé bajo, lo que hizo que forzara mucho la rodilla. Además, pedaleaba mucho, y me di cuenta tarde de que, aunque parezca una actividad simple, todo tipo de ejercicio requiere una técnica adecuada.
Como mencioné antes, había estado haciendo un esfuerzo físico durante unos juegos en un campamento, y eso terminó desencadenando molestias en una de mis rodillas. Al principio, no le presté mucha atención, porque pensé que no era para tanto, que con unos días de descanso iba a mejorar. Pero, en un par de semanas, comenzó a dolerme también la otra rodilla, porque ahora estaba haciendo más esfuerzo con la derecha, que era la que estaba sana.
Hasta ese momento, no había ido al traumatólogo, pero cuando las molestias se volvieron más intensas, decidí consultar. Me fui al médico, abandoné la carrera porque ya no podía asistir y, además, las cosas no me estaban yendo muy bien. El traumatólogo me revisó, me hizo algunos movimientos con las rodillas y me diagnosticó síndrome femoropatelar. Me recomendó hacerme una radiografía, y allí confirmaron lo que ya me había dicho el doctor.
El síndrome femoropatelar es un problema en la rodilla donde la rótula no se alinea bien con el fémur, lo que genera fricción entre ambos huesos. Esto puede causar dolor en la parte delantera de la rodilla y, muchas veces, inflamación. Suele ocurrir cuando hay un esfuerzo repetido en las piernas, como correr, saltar o andar en bicicleta, y es algo que puede volverse bastante molesto si no se trata adecuadamente.
Comencé a ir a un kinesiólogo que me aplicaba ciertos aparatos, pero no sentía que me ayudara mucho. El dolor seguía, y la inflamación no disminuía. Además, la ubicación del consultorio no me quedaba nada bien, y los ejercicios que me recomendaba eran tan suaves que sentía que no estaba logrando nada. Sentía que estaba perdiendo tiempo, hasta que decidí buscar otro kinesiólogo. Encontré uno con el que me entusiasmé mucho, con la esperanza de que me ayudara a tratar mi situación. A pesar de todo, aún mantenía la esperanza de que Dios me sanara de manera milagrosa, pero sabía que había un largo camino por recorrer.
Durante los meses de septiembre a noviembre, estuve tratándome con el otro kinesiólogo, que me colocaba unos electrodos en las rodillas. Esos aparatos me ayudaban a calmar el dolor, pero no de forma duradera. A los pocos días, las molestias volvían, y me di cuenta de que no me estaba dando un tratamiento más allá de eso. Sentía que solo se preocupaba por atender a una gran cantidad de personas al día, poniendo esos aparatos y esperando que los problemas se resolvieran temporalmente. Pero, en realidad, no nos ayudaba a tratar a fondo lo que realmente necesitábamos.
Por otro lado, el médico me recomendaba hacer sentadillas, pero el kinesiólogo me decía que debía fortalecer cada parte de los músculos de la pierna. El problema era que no me enseñaba cómo hacerlo. ¿Cómo iba a hacer ejercicio en esas condiciones si no me daban una guía clara? Así que, decidí retomar la bicicleta, pero esta vez de la manera correcta, tal como me lo habían recomendado. También empecé a hacer sentadillas, pero después de hacerlas, el dolor era terrible. Si ya tenía la rodilla del corredor en su etapa más aguda y además perdía masa muscular, esos ejercicios eran muy pesados para mi cuerpo. Cada paso que daba me dolía.
Entonces, mi vida era básicamente ir al kinesiólogo y regresar a mi casa, que no quedaba cerca, lo cual hacía todo aún más difícil. Me estaba dando cuenta de que el proceso se estaba prolongando y no sabía qué hacer. No podía confiar en los profesionales que se suponía que deberían ayudarme, así que decidí dejar de atenderme con ellos. Empecé a hundirme en la desesperación, la frustración, la angustia y una ansiedad que no podía controlar. Vivía con incertidumbre, con una mente agotada, y con un diagnóstico que los médicos me hicieron ver como si fuera algo sin mucha importancia, como si fuera solo una simple raspadura.
No sabía cómo seguir adelante, pensaba que jamás me iba a curar y que siempre iba a tener ese dolor al caminar. A pesar de todo el tormento mental, de los pensamientos pesimistas que rondaban en mi cabeza, me aferraba a Dios. Él fue mi ancla en todo momento. Como dice Hebreos 6:19 (NTV): "Esta esperanza es un ancla firme y confiable para el alma. Nos lleva a través de la cortina del santuario interior, en el lugar más santo de todos."
A fin de año ya estaba harta de atenderme con ese traumatólogo que no podía ayudarme. Habían pasado más de tres meses y seguía en la misma situación. Además, el kinesiólogo se había ido de vacaciones y, como mencioné antes, tampoco me estaba dando el tratamiento adecuado. Cansada de esta situación, busqué atenderme con otros profesionales, pero ninguno pudo brindarme la ayuda que necesitaba. Finalmente, me rendí. Sentía que el tiempo de mi vida se había pausado, como si todos los días fueran iguales.
Intenté ir al gimnasio con la esperanza de fortalecer los músculos por mi cuenta, probando ejercicios que no me causaran dolor y que no fueran muy pesados para mis rodillas. Sin embargo, los avances eran nulos. Llegó enero y seguía yendo al gimnasio, que quedaba cerca de mi casa. Apenas podía soportar los dolores en las rodillas, hasta que un día ya no pude doblar las piernas. Por haber evitado movilizarme durante tanto tiempo, mis músculos isquiotibiales se atrofiaron, impidiéndome hacer movimientos tan simples como las cuclillas. Esto hizo que caminar fuera aún más difícil.
Al principio, pensé que la situación duraría solo unas semanas, pero pronto comencé a preocuparme seriamente. Creía que algo grave les estaba ocurriendo a mis rodillas, y esa incapacidad para doblarlas solo intensificó mi angustia. Para este punto, ya estaba agotada tanto física como emocionalmente. Las esperanzas de encontrar una solución eran cada vez más lejanas. La vida diaria se convirtió en un caos, llena de limitaciones: desde bañarme, caminar, hasta realizar otras actividades cotidianas. Prácticamente, pasaba la mayor parte del tiempo en mi casa.
Lo único que me mantenía firme, lo que evitaba que cayera por completo, era mi fe en Dios. A pesar de todo, él era quien me proporcionaba fortaleza en medio de la tormenta.
Sabiendo todas las malas experiencias que tuve con profesionales de la salud, no quería volver a pasar por lo mismo. Sin embargo, sabía que necesitaba ayuda. Fue entonces cuando encontré a un buen doctor que mostró interés genuino en mi caso. Le llamó la atención que no pudiera doblar las rodillas y me dijo que podría tratarse de un problema en los meniscos. Esa posibilidad me dio mucho miedo, y con la ansiedad que ya cargaba, ese temor se intensificó.
El doctor me indicó que debía hacerme una resonancia magnética. Lamentablemente, en mi ciudad conseguir un turno lleva tiempo, pero finalmente logré encontrar un lugar donde pudieron hacerla. Tras una semana de espera, obtuve los resultados y volví a consulta con el traumatólogo. Al revisar los informes, notó una ligera rotura meniscal en la rodilla derecha. Su recomendación fue realizar una artroscopía para evaluar qué estaba pasando en ambas rodillas.
Me acuerdo claramente cómo, con rapidez, reuní todos los requisitos necesarios para proceder con la operación. El día llegó: era un 4 de abril. Aquel día marcó un antes y un después en mi vida, ya que era la primera vez que me sometía a una cirugía. Al principio sentía un profundo temor, pero luego acepté que tenía que enfrentar ese momento y continuar hacia adelante, pase lo que pase. Solo quería terminar con este sufrimiento.
Recuerdo estar en ese quirófano. Las enfermeras fueron muy amables, y los médicos comenzaron a trabajar con gran profesionalismo. Durante la intervención, introdujeron los instrumentos en mis rodillas y encontraron que el cartílago estaba desgastado y deteriorado en varias zonas. El cirujano realizó una limpieza articular, un procedimiento conocido como debridamiento, que consiste en eliminar tejido dañado o restos de cartílago que interfieren con el movimiento normal de la articulación. Este proceso ayuda a reducir el dolor y mejora la movilidad al eliminar las superficies irregulares que podrían causar fricción.
Al continuar con la exploración, los médicos descubrieron que los meniscos de ambas rodillas estaban perfectamente bien, así como otros componentes articulares. Esto me llevó a reflexionar si realmente era necesaria una operación de este tipo, pero entendí que, de no haberla realizado, nunca habría sabido con certeza lo que ocurría en mis rodillas.
Tras la intervención, llegaron a la conclusión de que mi incapacidad para movilizar correctamente las piernas se debía a la atrofia muscular. Esa atrofia, causada por el tiempo prolongado sin ejercitarme adecuadamente, era la raíz de muchos de mis problemas. Aunque al principio me sentí frustrada por no haber detectado esto antes, comprendí que ese proceso era necesario para llegar a una solución.
Los primeros días de recuperación fueron dolorosos, pero también llenos de pequeños avances que me motivaron a seguir adelante. El médico me indicó realizar kinesiología para recuperar la movilidad y fortalecer los músculos debilitados. Este paso sería fundamental para mi mejoría.
Encontré a un kinesiólogo diferente, uno que realmente se comprometió con mi caso. Cada sesión era desafiante, pero también gratificante. Poco a poco, mi cuerpo comenzó a responder. Los ejercicios, combinados con mi determinación y mi fe, hicieron que empezara a notar cambios significativos. Sentía que, después de meses de incertidumbre y dolor, finalmente estaba avanzando hacia una recuperación real.
A medida que pasaban las semanas, mi confianza en el proceso crecía. Recuerdo el momento en que pude dar mis primeros pasos sin sentir ese dolor constante que me había acompañado durante tanto tiempo. Fue un instante de pura gratitud. Cada pequeño logro, como doblar las rodillas un poco más o caminar con mayor facilidad, era una victoria que celebraba con todo mi corazón.
Esa experiencia me enseñó que, aunque el camino hacia la sanación puede ser largo y difícil, siempre hay esperanza. La cirugía no solo marcó un punto de inflexión en mi salud física, sino también en mi mentalidad. Aprendí a valorar cada progreso, por pequeño que fuera, y a no dar por sentado lo que mi cuerpo podía lograr con el tiempo y el cuidado adecuado.
Tener 21 años y enfrentar una circunstancia tan desfavorable fue algo que jamás imaginé. Al principio, parecía algo simple, una molestia pasajera, pero con el tiempo se volvió una carga compleja y desafiante. Me encontraba sumergida en una mezcla de preguntas y culpabilidad: “¿Qué hice para merecer esto? ¿Por qué a mí?”. Me cuestionaba constantemente, buscando respuestas, intentando entender un propósito. Y aunque en ese momento me costaba verlo, hoy puedo decir que fue necesario pasar por todo esto.
Esta experiencia me moldeó de una manera que nunca hubiera imaginado. Me enseñó lecciones profundas sobre la vida, sobre quién soy y sobre las personas que me rodean. Sí, cualquiera podría pensar que esta situación fue una desgracia, una muestra de que Dios no estaba conmigo. Yo misma esperaba un milagro inmediato, un acto divino que eliminara todo mi dolor de la noche a la mañana. Pero entendí que a veces el milagro no es la ausencia del proceso, sino la fuerza para atravesarlo. Como dice Romanos 8:28: “Sabemos que Dios hace que todas las cosas cooperen para el bien de quienes lo aman y son llamados según el propósito que él tiene para ellos” (NTV).
Vivimos en un mundo caído, un mundo donde las enfermedades, los accidentes y las adversidades son parte de la realidad. Esto no es culpa de Dios; es consecuencia del pecado que entró en el mundo. Pero incluso en medio de este caos, él nos da las herramientas para afrontar las circunstancias. Mi experiencia me llevó a asumir responsabilidades, a enfrentar mis miedos y a desarrollar una actitud diferente hacia la vida. También implicó soltar cosas del pasado que ya no me servían, aprender de mis errores y, sobre todo, perdonarme a mí misma. Sanar las heridas del alma fue una de las partes más difíciles, pero también la más liberadora. Soltar el peso de la culpa y entender que cada experiencia trae consigo una oportunidad de crecimiento fue un paso esencial para continuar hacia adelante.
Uno de los aprendizajes más importantes fue descubrir quiénes realmente están contigo en los momentos difíciles. Me di cuenta de que hay personas que, desinteresadamente, te extienden una mano cuando más lo necesitás, y otras que solo estaban por conveniencia. El núcleo familiar y el círculo de amigos cercanos se volvieron mi apoyo, mi refugio en los días oscuros. Y también aprendí a soltar, a dejar ir relaciones que no aportaban nada bueno.
Esta situación también me hizo más fuerte y paciente. Me llevó a desarrollar una empatía más profunda por aquellos que atraviesan sus propias tormentas. Dejé de ser tan egoísta, de concentrarme solo en mis problemas, y aprendí a enfocarme en los demás. La vulnerabilidad de un obstáculo como este me recordó que no somos invencibles. Hoy estamos aquí, y mañana podríamos no estarlo. Por eso, debemos aprender a disfrutar cada día, a valorar los pequeños detalles y a vivir con gratitud.
Después de la recuperación física, vino un proceso igual de desafiante: la recuperación mental. Esta experiencia me dejó con temores, inseguridades y muchas otras cuestiones que tuve que trabajar con el tiempo. Pero, al final, todo resultó para bien. Proverbios 3:5-6 dice: “Confía en el Señor con todo tu corazón; no dependas de tu propio entendimiento. Busca su voluntad en todo lo que hagas, y él te mostrará cuál camino tomarás” (NTV). Este versículo fue mi ancla en momentos de incertidumbre.
Quiero que esta historia pueda servir y animar a alguien que esté pasando por una situación similar o de otra índole. Muchas veces, tendemos a culpar a Dios por nuestras circunstancias, pero él no es el culpable. Al contrario, él es nuestra ayuda en tiempos de dificultad. Como dice el Salmo 46:1: “Dios es nuestro refugio y nuestra fuerza; siempre está dispuesto a ayudar en tiempos de dificultad” (NTV).
La verdadera esperanza no está en la ausencia de problemas, sino en la promesa de lo que vendrá. En Jesucristo encontramos reconciliación con Dios y una esperanza que trasciende esta vida. Como dice Juan 16:33: “Aquí en el mundo tendrán muchas pruebas y tristezas; pero anímense, porque yo he vencido al mundo” (NTV).
No estamos solos. En medio de nuestras luchas, él camina con nosotros. Este proceso me enseñó a depender más de Dios, a confiar en sus tiempos y en sus planes. Me ayudó a sanar no solo mi cuerpo, sino también mi alma. Solté el pasado, abracé el presente y me preparé para el futuro con una nueva perspectiva. Mi deseo es que esta experiencia pueda ser un recordatorio de que, aunque no entendamos el porqué de las cosas, siempre hay un propósito mayor. Y ese propósito nos invita a vivir con fe, con esperanza y con la certeza de que, en Cristo, todas las cosas son hechas nuevas.
La realidad es que fuimos creados por Dios para tener una relación con él. Sin embargo, el pecado rompió esa relación, trayendo consigo sufrimientos, caos y muerte. Pero Dios, en su inmenso amor, nos dio una salida: Jesucristo. En él encontramos perdón, redención y una nueva vida. Como dice Hechos 3:19: “Ahora pues, arrepiéntanse de sus pecados y vuelvan a Dios, para que sus pecados sean borrados” (NTV).
El verdadero arrepentimiento no es solo un acto emocional; es un cambio de corazón y mente, una decisión de vivir según los propósitos de Dios. Este cambio no sucede de manera automática ni sin esfuerzo. Es un proceso que requiere entrega, fe y confianza en los planes que él tiene para nosotros. Aunque enfrentemos dificultades, podemos tener la certeza de que con él todo es posible. Filipenses 4:13 nos recuerda: “Pues todo lo puedo hacer por medio de Cristo, quien me da las fuerzas” (NTV).
Uno de los momentos más difíciles de mi proceso fue aprender a aceptar la cruz que estaba cargando. Al principio, la veía como un castigo, como una prueba injusta que no merecía. Pero con el tiempo entendí que la cruz no es una carga que llevamos solos; Jesús camina con nosotros, nos fortalece y nos guía. La cruz nos recuerda que, aunque el dolor sea real, también lo es la esperanza de la resurrección y la vida nueva que encontramos en él.
A través de esta experiencia, me di cuenta de que la cruz es un símbolo de transformación. No es solo un recordatorio del sacrificio de Cristo, sino también de su victoria sobre el pecado y la muerte. Cada día, al enfrentar mis luchas, recordaba las palabras de Jesús en Mateo 11:28-30: “Vengan a mí todos los que están cansados y llevan cargas pesadas, y yo les daré descanso. Pónganse mi yugo. Déjenme enseñarles, porque yo soy humilde y tierno de corazón, y encontrarán descanso para el alma. Pues mi yugo es fácil de llevar y la carga que les doy es liviana” (NTV).
Quiero animar a quienes leen esta historia a que no teman entregarse a Dios. No importa cuán pesada sea la carga que estén llevando, él está dispuesto a ayudarlos. Su amor es incondicional y su gracia es suficiente. Como dice Romanos 5:8: “Pero Dios mostró el gran amor que nos tiene al enviar a Cristo a morir por nosotros cuando todavía éramos pecadores” (NTV).
A ti que lees estas palabras, quiero decirte que el mensaje de la cruz no es solo una historia antigua, es una invitación actual y personal. Es un llamado a reconciliarnos con Dios, a vivir con propósito y a encontrar en él la paz que tanto buscamos. No importa cuán rota esté tu vida, él puede restaurarla. No importa cuán oscuro sea tu presente, en Cristo siempre hay luz.
La cruz no es el final, es el principio de una nueva vida. Una vida llena de esperanza, propósito y amor eterno. Mi deseo es que encuentres en este mensaje la fuerza para seguir adelante, la fe para creer en lo imposible y la certeza de que, con Dios, todo puede ser transformado. Nunca olvides que en Cristo hay victoria, y esa victoria también es tuya.
Te agradezco por quedarte hasta el final, saludos. Aby.