Cartas en el viento??

El sol se alzaba sobre el pequeño pueblo, tiñendo de oro los campos de trigo. Sofía y Gabriel estaban sentados bajo su árbol favorito, aquel que había sido testigo de sus promesas y risas desde la infancia .

La brisa movía los cabellos de Sofía mientras ella jugaba nerviosa con los dedos de Gabriel.

—Nos iremos al amanecer —susurró él, con voz entrecortada.

Sofía bajó la mirada. Lo había temido desde que los rumores comenzaron a circular en la aldea. La guerra había llegado, y todos los jóvenes en edad de luchar debían partir.

—¿Cuánto tiempo? —preguntó ella, aunque sabía que no había respuesta.

Gabriel tomó su rostro entre sus manos y la obligó a mirarlo.

—Voy a volver. Te lo prometo.

Ella asintió, pero en su corazón pesaba la duda. Se abrazaron con fuerza, como si ese momento pudiera durar para siempre, como si pudieran desafiar el destino.

Cuando el primer rayo de sol iluminó el pueblo, Gabriel partió junto con los demás reclutas. Sofía lo vio desaparecer en el horizonte, apretando contra su pecho un pañuelo con sus iniciales bordadas.

Los días se volvieron semanas, las semanas meses. Las cartas llegaban con menos frecuencia, pero cada una era un aliento de esperanza. En ellas, Gabriel le contaba sobre la dureza del campo de batalla, sobre el frío de las noches y el miedo a no volver. Pero también le hablaba de su amor, de los días en que volverían a encontrarse, de los sueños que aún tenían por cumplir.

Hasta que un día, el silencio lo llenó todo.

Las cartas dejaron de llegar. Las noticias del frente eran confusas. Sofía recorría el pueblo preguntando, buscando respuestas, pero nadie sabía nada de Gabriel.

Los años pasaron, la guerra terminó, y los hombres comenzaron a regresar. Algunos llegaron en trenes, otros en camiones, muchos en ataúdes. Sofía esperaba cada llegada, con la esperanza latiendo en su pecho y el miedo en su garganta.

Una tarde, mientras atendía el pequeño café de su familia, un hombre entró cojeando, apoyado en un bastón. Sus ropas estaban gastadas, su rostro marcado por cicatrices, pero sus ojos… sus ojos seguían siendo los mismos.

—Sofía… —susurró Gabriel, con la voz temblorosa.

El pañuelo que ella aún guardaba en su delantal cayó al suelo. No hubo palabras, solo el sonido de un sollozo ahogado y el impacto de dos cuerpos que se fundieron en un abrazo.

La guerra les había arrebatado años, pero no su amor.

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