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Cuentos.
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Marianne
11 Feb, 2025
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Hace muchos años a mi hermana Katia le dijeron que no podría ser mamá porque su útero tenía una malformación grave. Ella, en esa época, no le tomó importancia, pues quería hacer muchas otras cosas e, incluso, consideraba que no quería tener hijos .
Recuerdo que con mucha dedicación terminó su carrera en Administración y comenzó a trabajar en una excelente empresa, sin embargo, en ese sitio conoció a mi cuñado, un hombre atento, respetuoso y educado, que le propuso matrimonio y la llevó al altar.
Desde el inicio, Katia le informó a su pareja que no podrían ser padres debido a su condición de salud, pero él le dijo que no importaba, pues la amaba con todo su corazón y tenerla en su vida era lo que deseaba. De ese modo se unieron, trabajaron hasta conseguir su casa y un día, de repente, mi hermana se desmayó. Resultó que, como un milagro de Dios, estaba esperando a un bebé. Fue impactante para la familia, pero también nos alegró mucho, pues por fin Katia tendría una familia completa.
El embarazo de mi hermana, por desgracia, fue difícil. Su presión arterial aumentó de golpe, solía tener un dolor constante en el vientre y sus piernas se inflamaron hasta doblar su tamaño. La cuidamos entre mis papás, su esposo y yo con inmenso cariño, deseando que pronto todo mejorara.
El día del parto las cosas fueron igual de complicadas. Se realizó una cesárea de emergencia, pero cuando sacaron al bebé notaron que tenía una coloración morada en la piel y tuvieron que atenderlo para estabilizarlo. Mientras él luchaba por conservar la vida, Katia peleaba por superar una terrible hemorragia.
Al cabo de unas horas los médicos nos volvieron a demostrar que los milagros existen, pues mi hermana y su bebé consiguieron salir adelante. La recuperación de Katia fue lenta y trabajosa, la de su bebé más o menos igual. Le encontraron problemas para respirar, pero los especialistas dijeron que con el tiempo desaparecerían.
Al transcurrir los días volvieron a su casa, sin embargo, a pesar de los cuidados y la dedicación de sus padres, mi sobrino no dejaba de enfermarse. Si no tenía gripe, tenía indigestión o experimentaba episodios de asma que llenaban a mi hermana con un miedo terrible.
Katia se veía demacrada. La luz que solía acompañarla se apagó de golpe. La maternidad no le estaba pareciendo un sueño, sino una pesadilla en la cual lo que más le asustaba era dormirse y despertar para descubrir que su bebé había dejado de respirar.
Contra todo pronóstico, lo cierto es que mi sobrino, cuyo nombre fue Iván, llegó a los cinco años, pero no en medio de una vida normal. Tenía menor estatura de lo que debía, no podía correr porque el asma lo maltrataba de manera espantosa y siempre se veía pálido, como si acabara de recuperarse de alguna enfermedad. Cuando ingresó al prescolar, el primer día, tuvieron que llamar a una ambulancia porque experimentó una crisis de pánico que derivó en un episodio asmático intenso. Así que, al final, mejor lo dieron de baja de las clases y decidieron saltarlo hasta la primaria.
No sé cuándo Iván adquirió un profundo rencor, pero una mañana, cuando lo fui a visitar, lo vi derramando gruesas lágrimas y al preguntarle qué pasaba me dijo que odiaba existir, pues no podía hacer nada y siempre estaba enfermo. Si algo malo podía pasar, le pasaba a él. No podía jugar, tampoco correr ni reír a carcajadas. La comida le hacía daño; pero no comer, también. Ni siquiera era capaz de llorar, ya que eso también lo ponía mal. Fue para mí impactante escuchar aquellas palabras en la boca de un niño, pero, sobre todo, me asustó detectar el fastidio y el coraje con los que las pronunció.
No puedo explicar por qué, pero me dio miedo. En los ojos de mi pequeño sobrino vi algo maligno, lo cual halló explicación años más tarde, cuando mi hermana ya no pudo más y me confesó que después de la escuela no lo llevaba a natación, sino al psiquiatra. Por supuesto, le pedí que me lo explicara, pues tras la declaración de aquella vez yo me distancié de su casa y, al parecer, me perdí de muchas cosas.
Con los ojos llenos de lágrimas, Katia me platicó las cosas más espantosas que jamás imaginé oír: a los ocho años encontró a mi sobrino partiendo en pedazos a una paloma; cerca de los nueve, para animarlo, le regaló un gato, al cual encontró tieso y colgado en su ropero apenas una semana después. Además, el niño adquirió una espantosa manía de decir groserías y se refería a ella de un modo inadmisible: cambió el «mamá» por expresiones que se escucharían en los tugurios más bajos del peor barrio. En última instancia, se peleó con un compañero de la escuela y lo atacó con una saña desmedida, como si en realidad fuera una fiera hambrienta y no un chiquillo acercándose a los diez años de edad.
Mi hermana, llorando desconsolada, me preguntó en dónde se equivocó, mas no había hecho nada malo, solo no teníamos explicación para lo que estaba ocurriendo. Yo creo que esa plática la tuvimos en febrero y para abril me volvió a llamar desesperada, no obstante, en esa ocasión la noticia fue peor: su hijo, Iván, acababa de fallecer.
De todas las cosas, aquella fue la que menos esperaba oír. Salí de mi casa para ir al encuentro de Katia y hallé un par de patrullas y una ambulancia en la calle. Todavía alcancé a oír el interrogatorio de los agentes, mismo que mi hermana respondía sin parar de temblar. Según me dijo cuando se calmó, ella se quedó dormida e Iván sufrió un ataque de asma en su habitación. No tenía un inhalador cerca, así que mientras Katia descansaba, él colapsó. Lo encontró tan frío como al gato de los años anteriores y llamó a una ambulancia esperando que los paramédicos pudieran hacer algo. No fue así.
Doce horas más tarde, como si se tratara de una película en cámara rápida, nos paramos frente a un ataúd blanco y mi hermana despidió a su único hijo. Yo me acerqué a ponerle una rosa blanca entre las manos y noté una mancha en su frente, la cual parecía una diminuta flor.
—¿Qué le pasó ahí? —Le consulté a Katia.
—Se cayó durante su crisis y se golpeó —respondió de inmediato ella con una voz mecánica.
Yo le acomodé el cabello al niño para que nadie más detectara la marca y sentí un hueco en el estómago, sin embargo, no pude reflexionar mucho, porque Katia continuó hablando:
—Me dijeron que no podía tener hijos y de todos modos llegó él. Mi embarazo fue horrible y el parto también. Sus primeros años estuvieron llenos de dolor y preocupación. Luego, no sé qué pasó, pero el cariño que le dimos no fue suficiente. A veces me asustaban sus palabras. Mi esposo casi nunca estaba en casa, así que no sabe muchas cosas, sin embargo, todo lo que ocurrió, lo que viví, lo que vi y escuché, me hace pensar en algo horrible: que él no debió de nacer. Yo nunca debí de haber sido madre. Dios hace las cosas por algo y designó que no tendría hijos. No sé por qué se gestó en mí Iván. Tal vez su misión era la de convertirme en la peor madre y, por desgracia, lo logró. Soy la peor. Soy un monstruo.
No dije nada. No tenía palabras. Solo me resigné a soportar el funeral, me despedí y me fui a mi casa. Una vez en mi habitación revolví mis cosas hasta encontrar un joyero en el cual guardaba un juego de collar, aretes y anillo que mis papás me regalaron a dúo con mi hermana, o sea, cada una tenía el suyo. En cuanto lo encontré, el alma se me cayó hasta los pies. El adorno de esos accesorios era una flor, cuya forma y tamaño se parecía a la mancha que mi sobrino lució antes de irse a la tumba.
Pasó mucho tiempo antes de que pudiera acercarme al hogar de Katia, no obstante, cuando logré visitarla no le pude preguntar nada. Estaba triste y hundida en un dolor que solo ella entendía. Colgado en el cuello llevaba un anillo de flor idéntico al mío, pero la belleza de la pieza contrastaba con su sufrimiento y con el terrible significado que adquirió.
Creo que mi hermana murió poco a poco, en vida. Cuando Dios la mandó llamar ya no era ella, sino un espectro colmado de remordimiento. Yo jamás revelé la sospecha de que en el deceso de Iván estuvo involucrada mi hermana, pero tampoco pude dejar de imaginar cómo Katia se cansó de no poder convertirlo en un buen niño y mientras llevaba el anillo le propinó un golpe demasiado fuerte a su hijo; o en tanto portaba el collar lo abrazó con tal fuerza que le impidió respirar y él, siendo tan débil y enfermizo, no lo soporto. En cualquier caso, no creo que lastimarlo fuera su intención, pero por desgracia el resultado fue el peor.
En los tiempos siguientes me deshice de las joyas floridas que yo tenía, guardé silencio y me quedé con esta historia y también con el deseo de que en el Más Allá Katia haya encontrado paz, resignación y perdón por sus pensamientos o acciones.
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