No me da miedo la vejez, no. No me asustan las arrugas, ni los cabellos blancos, ni los achaques del cuerpo .
Lo que me asusta de verdad es no poder valerme por mí misma. Que un día mis manos, que tanto han trabajado, no respondan. Que mis piernas, que me han llevado a tantos lugares, se queden inmóviles. Que mi cabeza, siempre curiosa, se pierda en su propio laberinto. Eso sí me aterra.
No quiero ser una carga. No quiero que mi independencia, mi bien más preciado, se escape de mí como arena entre los dedos. Porque he sido fuerte, toda mi vida. He resuelto mis problemas, he cuidado de los míos, he construido mi camino. Y ahora, cuando la vida se acorta, lo único que pido es conservar lo que soy, lo que siempre he sido: una mujer capaz, firme, dueña de sí misma.
No es orgullo, no. Es la necesidad de sentir que todavía puedo decidir, que mi voluntad sigue intacta. Que si quiero levantarme a preparar un café, lo haré. Que si decido salir al jardín, caminaré hasta donde pueda. Que si se me antoja un libro, mis ojos seguirán abrazando las palabras.
La vejez en sí no es mala. Tiene su belleza, su calma. Pero perder el control, depender de otros, eso sí me duele. Porque sé que no es fácil para ellos tampoco. Nadie quiere ver a una madre, una abuela, postrada, frágil, necesitada.
Y sin embargo, también pienso que si ese momento llega, si un día mi cuerpo o mi mente fallan, tendré que aprender a aceptarlo. A aceptar que así como una vez fui niña y me cuidaron, tal vez la vida me devuelva a ese estado de vulnerabilidad. Y tal vez no sea tan malo si hay amor, si hay paciencia, si hay dignidad.
Pero mientras pueda, mientras el tiempo me lo permita, seré yo. Independiente, libre. Porque eso es lo que me mantiene viva. No la juventud que ya se fue, no los años que me quedan, sino la certeza de que sigo siendo dueña de mi vida