Más de 3,000 años antes de nuestra era, a orillas del majestuoso Nilo, nació una civilización que parecía destinada a la eternidad. Los egipcios creían estar bajo la protección de Ra, el dios del Sol, y de otras poderosas divinidades .
Pero incluso las grandes dinastías sucumbieron al paso del tiempo. Las imponentes pirámides, los templos y los jeroglíficos quedaron enterrados bajo la arena del desierto, ocultando durante siglos los secretos de una civilización que alguna vez fue la más avanzada del mundo.
Fue la expedición napoleónica en Egipto la que cambió todo. Entre los innumerables descubrimientos, uno destacó por encima de los demás: la piedra de Rosetta. Inscrita en tres idiomas —griego, demótico y jeroglífico—, se convirtió en la clave para descifrar la escritura del Antiguo Egipto y traer de vuelta su historia perdida.
Gracias a esto, los nombres de los grandes faraones resonaron una vez más:
Cada uno de ellos dejó una huella imborrable, pero ni siquiera su grandeza pudo impedir la inevitable caída del reino.
La grandeza egipcia no terminó con sus últimos faraones autóctonos. Cuando Alejandro Magno conquistó Egipto, fue proclamado faraón y fundó la legendaria ciudad de Alejandría. A su muerte, uno de sus generales estableció la dinastía ptolemaica, que culminó con la trágica figura de Cleopatra VII, la última soberana de Egipto. Su muerte marcó el fin de una era y el inicio del dominio romano.
Aunque el Imperio Egipcio desapareció hace siglos, su legado sigue vivo. Las pirámides siguen en pie, los jeroglíficos han sido descifrados y los tesoros faraónicos aún nos asombran. La civilización que una vez desafió al tiempo sigue fascinándonos, recordándonos que, aunque las arenas del desierto cubran su historia, nunca podrán borrar su grandeza.