La lealtad 
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El hijo y la nuera echaron a su padre anciano de su propia casa. El anciano ya casi se estaba congelando cuando, de repente, alguien tocó suavemente su rostro .

Al abrir los ojos, se quedó paralizado de miedo…


 


En esa fría noche de otoño, ya no sentía ni las manos ni los pies. Una ligera nieve cubría lentamente sus hombros, y el viento helado atravesaba su viejo y desgastado abrigo. No sabía cuánto tiempo había pasado desde que su hijo, con quien había compartido esa casa durante más de cuarenta años, le había cerrado la puerta en la cara.


 


— María y yo no tenemos suficiente espacio, y cuidarte es una gran responsabilidad. Lo entiendes, ¿verdad, papá? — dijo el hijo, evitando mirar a su padre a los ojos.


— Lo entiendo, — respondió el anciano en voz baja, aunque todo dentro de él gritaba de dolor. No lo entendía. No podía creer que su propio hijo, al que había criado y al que había dedicado los mejores años de su vida, pudiera decirle algo así.


 


El día que dejó su casa quedaría grabado para siempre en su memoria. Una vieja bolsa con algunas cosas, su cabeza gris inclinada de vergüenza, y lágrimas que apenas podía contener. No sabía adónde ir. Los vecinos evitaban mirarle, y la idea de ir a un asilo de ancianos le aterrorizaba. La ciudad se le antojaba tan extraña, tan fría.


 


Sentado en un banco viejo en el parque, recordó a su esposa. Cómo habían construido esa casa juntos, cómo habían criado a su hijo, cómo habían soñado con el futuro. Ella siempre decía:


— Cuando seamos viejos, nos sentaremos juntos junto al fuego y recordaremos nuestra juventud.


Pero ya no estaba allí. Había fallecido hacía dos años, y desde entonces su hijo y su nuera lo veían como una carga.


 


Al cerrar los ojos, sintió cómo su cuerpo se iba entumeciendo poco a poco. Su respiración se volvió lenta, sus pensamientos se confundieron. “¿Así es como se siente morir?” — pasó por su mente. Y, de repente… un toque suave y cálido en su rostro lo hizo estremecerse. Lentamente abrió los ojos y quedó paralizado.


 


Delante de él estaba un perro callejero viejo, al que había alimentado cerca de su casa durante muchos años. Sus ojos amables y leales lo miraban con preocupación. Ella lamió su mano, gimiendo suavemente, como si le rogara que se levantara.


 


— ¿Viniste, viejita? — susurró con una débil sonrisa.


 


El perro siguió moviendo la cola y comenzó a frotarse contra sus piernas congeladas, como si tratara de calentarlo. Con el calor del animal, lágrimas rodaron por el rostro del anciano. Nadie más lo recordaba. Nadie, excepto ese perro callejero.


 


Poco a poco, con dificultad, apoyándose en el banco, el anciano se levantó. El perro caminaba a su lado, mirándolo de vez en cuando, como diciéndole: “Sígueme”.


 


— ¿Adónde vamos, niña? — preguntó con amargura en la voz.


 


Ella solo movió la cola alegremente y lo guió por las calles vacías. Después de unos minutos, llegaron a un viejo cobertizo abandonado que alguna vez había sido un almacén. El perro gimió suavemente y empujó la puerta con el hocico.


 


Dentro había un poco de paja, el aire olía a humedad, pero era mejor que nada. El anciano se sentó en el suelo, se apoyó contra la pared, atrajo al perro hacia él y acarició su pelaje sucio pero familiar.


 


— Gracias, — susurró, — al menos tú no me abandonaste…


 


Cerró los ojos, sintiendo el calor del animal que se había acurrucado junto a él. El pasado se desvanecía lentamente de su memoria, dejando solo la débil esperanza de que tal vez Dios todavía lo veía y no lo había abandonado.


 


A la mañana siguiente, un transeúnte encontró al anciano temblando junto al fiel perro en el porche del cobertizo abandonado. El perro lo había mantenido caliente con su cuerpo durante toda la noche. El transeúnte llamó a una ambulancia, y el anciano fue llevado al hospital. Cuando recuperó el conocimiento, lo primero que preguntó fue:


 


— ¿Dónde está mi perro?


 


La enfermera sonrió:


 


— Está esperándole en la entrada. No se ha movido de allí.


Ese día, el anciano comprendió que la verdadera lealtad no depende de los lazos de sangre. A veces, incluso las personas más cercanas pueden fallarte, mientras que aquellos a quienes considerabas extraños resultan ser tus amigos más leales.


Nunca volvió a su casa. Su hijo y su nuera la vendieron poco después de aquel incidente. El anciano se instaló en un refugio donde lo cuidaron. Pero lo más importante era que su perro leal, el mismo que había llegado a él aquella noche fría en la que estaba listo para dejar este mundo, permaneció siempre a su lado.


 


Tomado de la red 


 


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