La batalla por la hegemonía mundial entre las dos principales potencias económicas ha dado paso a un conflicto de gran escala: la guerra comercial entre Estados Unidos y China. Aunque comenzó bajo la presidencia de Donald Trump, el actual gobierno de Joe Biden ha intensificado esta disputa, llevando la tensión a niveles nunca vistos .
En términos simples, una guerra comercial es cuando dos países imponen barreras económicas entre sí, como aranceles, para proteger sus industrias nacionales o para perjudicar a la economía del rival. Estos aranceles pueden parecer una herramienta útil para generar ingresos o proteger sectores emergentes, pero, por otro lado, generan un aumento en los precios de los productos importados, afectando directamente a los consumidores. Además, puede provocar represalias que agravan la situación, dañando las economías de ambos lados.
La guerra comercial entre EE.UU. y China se intensificó en 2018 cuando el presidente Donald Trump, al darse cuenta del creciente déficit comercial de EE.UU. con China, decidió imponer aranceles a productos chinos. Trump justificó esta medida argumentando que China estaba manipulando su moneda, robando propiedad intelectual de empresas estadounidenses y ofreciendo productos a precios artificialmente bajos gracias a una menor regulación ambiental y laboral.
China no tardó en responder con aranceles sobre productos estadounidenses, lo que desató una serie de represalias que afectaron a sectores clave como la tecnología y la agricultura. Los mercados globales temblaron ante la incertidumbre y la globalización comenzó a mostrar sus vulnerabilidades.
Con la llegada de Joe Biden a la Casa Blanca, muchos esperaban que la guerra comercial llegara a su fin. Sin embargo, lejos de calmar las aguas, Biden optó por aumentar los aranceles en algunos productos chinos, dando inicio a una nueva etapa en la confrontación. Esta segunda guerra comercial no solo se basa en una competencia económica, sino también en una lucha por la supremacía tecnológica y geopolítica.
Biden, preocupado por la creciente influencia de China en sectores como la tecnología avanzada, la energía renovable y la fabricación de semiconductores, ha iniciado políticas que limitan el acceso de China a tecnologías clave, especialmente en el ámbito de los microchips.
En medio de este conflicto, China ha puesto en marcha un ambicioso plan para convertirse en la economía más fuerte del mundo, apostando por la transición energética. El país ha invertido fuertemente en energías renovables, como la producción de paneles solares y baterías de coches eléctricos, lo que ha colocado a empresas chinas en una posición dominante en estos sectores.
Sin embargo, las políticas de Biden también apuntan a frenar este crecimiento, imponiendo aranceles a productos chinos como los vehículos eléctricos y paneles solares. Esto ha generado un panorama donde las empresas occidentales, como Tesla, First Solar y Canadian Solar, pueden salir beneficiadas al tener fábricas en EE.UU. y Europa, lo que las coloca en una posición ventajosa frente a sus competidores chinos.
A pesar de las tensiones y los daños a corto plazo en ambos lados, el panorama no es tan claro. Estados Unidos ha logrado frenar el déficit comercial con China y ha iniciado un proceso de reindustrialización para recuperar sectores clave de su economía. Sin embargo, China continúa siendo una pieza clave en el comercio global y su capacidad para adaptarse rápidamente a las nuevas circunstancias ha puesto a prueba las estrategias de Washington.
En cuanto a las empresas, sectores como la energía renovable, la tecnología y la automoción son los grandes beneficiados de esta guerra comercial. Mientras tanto, los consumidores deberán adaptarse a los cambios en los precios y la oferta de productos, y la economía global tendrá que lidiar con las secuelas de esta lucha por la supremacía económica.