Tras su condena, Sócrates fue llevado a la prisión ateniense, donde pasó sus últimos días en calma, acompañado por sus discípulos más cercanos. A diferencia de lo que muchos esperaban, no intentó huir ni pidió clemencia .
Uno de sus seguidores más leales, Critón, le ofreció la posibilidad de escapar, sobornando a los guardias. Sin embargo, Sócrates rechazó la idea con firmeza, argumentando que un verdadero filósofo debe respetar las leyes, incluso cuando son injustas. Para él, huir significaría traicionar sus propios principios y demostrar que su vida filosófica había sido una farsa.
En su última conversación, narrada en el Fedón de Platón, Sócrates habló sobre la inmortalidad del alma y la naturaleza de la muerte. Explicó que la muerte no debía ser temida, pues el alma del sabio simplemente se libera del cuerpo y alcanza una existencia superior. Sus discípulos, aunque devastados por su partida, quedaron impresionados por su serenidad y su disposición a morir con dignidad.
Cuando llegó el momento de beber la cicuta, Sócrates lo hizo sin vacilaciones. Caminó unos momentos hasta que el veneno comenzó a entumecer su cuerpo. Sus últimas palabras fueron dirigidas a Critón: “Critón, debemos un gallo a Asclepio. Págaselo y no descuides la deuda.” Esta frase ha sido interpretada de varias formas, pero muchos creen que aludía a la muerte como una liberación, un acto de curación definitiva para el alma.
Así murió Sócrates, a los 70 años, rodeado de sus discípulos y dejando un legado que marcaría el curso de la filosofía occidental. Su muerte no fue el final de su pensamiento, sino el inicio de su inmortalidad intelectual, transmitida por Platón, Aristóteles y todos los que siguieron sus enseñanzas.