Reconocer a las madres.
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Una gata robó un pescado en la cocina, y la dueña de la casa le rompió un palo de escoba encima. La gata cayó al suelo, retorciéndose, tratando de recuperar el aliento.

— ¡Ladrona! ¡Fuera de mi casa! — gritó la mujer, furiosa.

La gata no pudo correr porque sus patas le fallaron, así que salió arrastrándose, jadeando, sintiéndose fracasada por no haber conseguido comida para su hijo.

Se escabulló hasta un callejón oscuro, donde su pequeño maullaba bajito, con su cuerpecito delgado temblando de hambre y mojado por el rocío de la noche. 

Cuando vio a su madre llegar sin el pescado, sus ojitos inocentes se llenaron de lágrimas.

— Mamá, dijiste que traerías pescado .
¡Tengo hambre!

La gata sintió un nudo en la garganta y sonrió forzadamente para que su hijo no notara que estaba herida.

— Perdóname, mi amor... Pero te prometo que nunca dejaré que mueras de hambre.

Pero ahora, la casa donde antes vivían estaba cerrada herméticamente. Puertas con llave, ventanas selladas. No había manera de volver. 

Así que la gata salió arrastrando a su hijo por las aceras de la ciudad, sobre el rocío de la fría noche. No tenía idea de lo que haría a partir de ese momento.

Sin otra opción, la madre colocó al pequeño debajo de unos cartones en una acera y le dijo:

— Espérame aquí. Mamá irá a buscar comida.

Pero cuando se dio la vuelta, lo hizo para siempre. Nunca regresó. No tenía manera de mantenerlo. 

Cada vez que intentaba robar algo, la golpeaban. Para no morir a golpes, decidió abandonarlo.

El gatito, débil de hambre, cuando se dio cuenta de que su madre no volvería, llenó sus ojos de lágrimas y empezó a maullar muy bajito, con el maullido de la resignación y el miedo, porque sabía que su fin era seguro.

Pero entonces, una sombra se acercó. Una mano humana le extendió un pedazo de pan.

— Eh, pequeñito... ¿Tienes hambre?

Era un joven de mirada amable. El gatito olfateó el pan y, aunque estaba débil, lo devoró de una sola vez. El joven sonrió y lo llevó a su casa.

En su nuevo hogar, encontró una cama caliente y comida abundante. Pizza, pan, mortadela, sardina... Todo lo que nunca había tenido. 

Pero por la noche, cuando todo quedaba en silencio, sus lágrimas mojaban su rostro. Recordaba a su madre, la crueldad que había cometido, y también sentía la esperanza de que regresara.

Catorce días pasaron, y todas las noches miraba por la ventana, esperando verla. Hasta que un día, mientras caminaba por la calle, escuchó gritos desesperados. 

Corrió y vio a tres perros atacando a una gata delgada y maltratada.

— ¡Por favor! — ella suplicaba. — ¡Tengo un hijo que criar!

El corazón del gatito latió con fuerza. ¿Será mi madre?

Saltó sobre los perros y luchó con todas sus fuerzas junto a esa gata famélica, hasta que lograron ahuyentarlos. La gata se encogió, asustada. Él la miró a los ojos y la reconoció.

— ¿Por qué me abandonaste, mamá?
— Prometiste que no me dejarías morir de hambre y, sin embargo, me dejaste en una acera para morir solo.

La gata bajó la cabeza.

— Hijo, confía en mí. Nunca te abandoné.

El gatito sintió que el suelo desaparecía bajo sus patas y gritó furioso:

— ¡Mentira! ¡Te fuiste y nunca regresaste! ¡Fueron catorce días, mamá! ¡Catorce días sin ti!

La gata respiró hondo.

— Hijo, volví. Pero ya no estabas ahí. Vi cómo un humano te llevaba. Vi que te dio todo lo que yo no podía darte.

Miró hacia el árbol frente a la casa del joven y dijo:

— Los seguí. Y desde entonces, todas las noches subí ahí y te observé por la ventana. Catorce veces subí al árbol. Catorce veces te vi bien.

Furioso, el gatito se dio la vuelta y dijo:

— ¡Mentirosa!

Y regresó a casa, dejando a su madre en la calle. Pero al llegar, una tórtola se posó en la rama del árbol frente a su casa. Subió para atraparla y, al llegar a la primera rama, vio algo que le rompió el corazón. 

Había catorce marcas de las garras de su madre. Durante los catorce días que había estado ahí, ella pasó todas las noches en el árbol, observándolo por la ventana, viéndolo comer bien y recibir cariño del humano.

El gatito corrió de regreso y abrazó a su madre, perdonándola.

Por primera vez, la vio llorar. Nunca antes lo había hecho. La golpeaban mientras intentaba robar comida para él, pero nunca lloraba. 

Pero esta vez, sus lágrimas eran de amor y gratitud al ver a su hijo sano y bien cuidado.

Nunca dudes del amor de una madre. Nunca dudes cuando ella te diga que te ama. Porque, después de Dios, el único amor que se asemeja y se acerca al suyo es el de una madre.

Comparte esta historia. Muchos hijos necesitan escucharla. Muchas madres merecen ser reconocidas.
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