Leticia.
Hace 1 día
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Leticia fue mi alumna en la escuela Justo Sierra, una pequeña institución escondida en la profundidad de la Sierra. Tenía 11 años, pero llevaba en su alma la experiencia de alguien que había conocido las carencias y la dureza de la vida desde el primer suspiro.

Su ropa, siempre la misma, era un mosaico de remiendos heredados de generaciones .
Su cabello descolorido, refugio de pequeños invasores, reflejaba los días soleados que jamás le regalaron un respiro. Su nariz, siempre húmeda, parecía no distinguir entre los días fríos o cálidos.

A pesar de todo, Leticia era de las primeras en llegar a la escuela. Quizás buscaba en ese lugar un pequeño refugio, un rincón donde soñar con ser algo más que la niña a la que todos evitaban. Pero allí tampoco era fácil. Su presencia despertaba rechazo, y en los trabajos en equipo, nadie quería incluirla.

Yo observaba con impotencia. Los niños no siempre saben medir la crueldad de sus actos, y como maestro, mis palabras no siempre lograban construir los puentes que tanto deseaba. ¿De qué servían los cuentos que leía si muchos de ellos no habían comido? ¿Podía alimentarles el alma si su cuerpo seguía vacío?

Un día, durante nuestra hora mágica de lectura, narré La Cenicienta. Cuando llegué al momento en que el hada madrina transformó a la joven en una princesa, los ojos de Leticia brillaron. Aplaudió como si ese milagro hubiera sido para ella. Fue un instante breve, pero lleno de significado.

En otra ocasión, les pregunté qué querían ser cuando crecieran. Las respuestas fueron variadas y a menudo soñadoras: astronautas, artistas, soldados. Cuando Leticia dijo: "¡Yo quiero ser doctora!", el salón estalló en risas. Avergonzada, se hundió en su banca. Su hada madrina no apareció aquel día.

El ciclo escolar terminó, y mi tiempo en esa escuela también. Me fui con preguntas sin respuestas.

Años después, el destino me llevó nuevamente por esas tierras. En el autobús, una mujer vestida de blanco se acercó. Su rostro me resultaba familiar, pero fue su voz la que me devolvió al pasado.

—¡Maestro Víctor Manuel! ¡Soy Leticia! —exclamó con una sonrisa que iluminó el vagón.

Quedé sin palabras mientras ella me contaba que ahora era doctora. Trabajaba en Parral y me invitó a visitarla.

Sin dudar, seguí sus indicaciones días después. Sin embargo, en la clínica nadie la conocía. Desanimado, pregunté por última vez a la directora. Lo que me dijo me devolvió la esperanza:

—La doctora Leticia ya no está aquí. Obtuvo una beca para especializarse y ahora está en Italia.

Leticia había despegado hacia sus sueños, dejando atrás la Sierra, las burlas y los prejuicios. Su fortaleza y determinación habían transformado su vida.

Hoy, más que su maestro, quiero ser su alumno. Quiero que me enseñe cómo convertir el hambre de justicia, de conocimiento y de sueños en alas que permitan volar. Quiero entender cómo las palabras, esas que leí en voz alta años atrás, pudieron ser su varita mágica.

Moraleja:
Hay muchas formas de hambre en la vida: hambre de comida, de sueños, de justicia, de conocimiento. Pero quizás la más poderosa es el hambre de superación. Y esa, cuando se alimenta, puede transformar incluso a la oruga más frágil en un ángel con alas. ¿Tú de qué tienes hambre?
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