Una tarde cálida de verano, Marta decidió ir a la playa para despejar su mente. Había pasado por una semana muy estresante en el trabajo, y sentía que necesitaba un respiro .
Se sentó en la arena y observó el horizonte, donde el sol comenzaba a ponerse, tiñendo el cielo de tonos naranjas y rosados. De repente, algo llamó su atención: un pequeño niño corría por la orilla, riendo, persiguiendo las olas con una energía que parecía interminable. Marta no pudo evitar sonreír al ver la alegría en su rostro.
El niño, al darse cuenta de que ella lo miraba, se acercó corriendo y le dijo con una gran sonrisa: — ¡Hola! ¿Te gusta el mar? Marta se sorprendió por la espontaneidad del niño y, riendo, le respondió: — ¡Claro que sí! Es mi lugar favorito. — A mí también. Pero mi mamá dice que no puedo quedarme mucho porque ya está anocheciendo. Marta miró al niño, pensando en lo simple que parecía ser su felicidad. — Tienes razón, el sol ya casi se va, pero siempre se puede volver otro día, ¿verdad? — ¡Sí! ¡El mar no se va a ir nunca! — dijo el niño, como si fuera el más grande secreto del mundo.
Con esas palabras tan sinceras y llenas de inocencia, Marta se dio cuenta de que, a veces, las cosas más simples son las que nos devuelven la paz. Se levantó, sintiendo una nueva energía dentro de ella, como si el mar le hubiera devuelto algo perdido. Mientras el niño corría de nuevo hacia su madre, Marta se quedó un momento más mirando el sol ponerse, agradecida por la serenidad que había encontrado en ese pequeño rincón del mundo.
Esa noche, al regresar a casa, Marta comprendió que, aunque la vida se llenara de preocupaciones, siempre habría momentos, como el de esa tarde en la playa, que valdrían la pena recordar.