pequeña ciudad costera vivían Elisa y Marco. Ella era la hija del alcalde, conocida por su belleza y su temperamento fuerte, destinada a casarse con alguien de su misma posición social, alguien que su familia aprobara .

Se conocieron una tarde de verano cuando Elisa decidió caminar sola por la playa, cansada de las expectativas que su vida le imponían. Allí, en la orilla, encontró a Marco, quien reparaba su barca. Sus miradas se cruzaron y, sin palabras, supieron que algo inusual había comenzado entre ellos. Pasaron varias tardes juntos, hablando del mar, de la vida y de sueños que parecían tan distantes. Con el tiempo, su amistad se convirtió en un amor silencioso, lleno de miradas furtivas y gestos delicados, pero también de un dolor latente: sabían que su amor era imposible.

Elisa estaba comprometida con un joven de su misma clase, elegido por su familia, alguien con quien se esperaba que viviera una vida de lujo y tradición. Marco, por su parte, sentía que su amor por ella era una barrera insuperable; su vida y su destino no podían mezclarse con el mundo de Elisa.

Una tarde, bajo el cielo estrellado, se encontraron por última vez en la playa. Marco le tomó la mano y le dijo con voz suave: “Te mereces todo lo que el mundo pueda ofrecerte, Elisa. Y yo, solo te puedo ofrecer el mar.” Elisa, con los ojos llenos de lágrimas, le respondió: “El mar es lo único que siempre ha sido mío, Marco. Pero tú… tú siempre serás el amor que no pude vivir.”

Se despidieron sin palabras, con el corazón roto, sabiendo que, aunque el amor entre ellos nunca se materializó de la forma que soñaron, siempre permanecería en sus recuerdos como algo hermoso e inalcanzable. El amor imposible quedó atrapado en la brisa salada del mar, llevándose consigo un pedazo de sus almas, pero dejando una huella imborrable en el corazón de