La tecnología, en lugar de facilitarnos la vida, está cada vez más diseñada para mantenernos atrapados en un ciclo sin fin de actualizaciones, reparaciones costosas y productos desechables. En los últimos años, hemos visto cómo la obsolescencia programada se disfraza de innovación, obligándonos a cambiar de dispositivos, aunque nuestros equipos sigan funcionando perfectamente.

Desde televisores que dejan de ser compatibles con servicios como Netflix, hasta smartphones y computadoras que, por capricho de sus fabricantes, pierden soporte técnico y actualizaciones, nos encontramos ante una nueva realidad: lo que antes era una inversión duradera, ahora es un gasto que se renueva constantemente .

Apple, Samsung, Microsoft… todos ellos nos han hecho creer que necesitamos comprar el último modelo para no quedar atrás. Pero, ¿a qué precio? Además de las tentadoras promesas de "mejoras", nos enfrentamos a la dura realidad de que nuestros dispositivos antiguos ya no funcionan como deberían, y si no nos adaptamos a la "nueva normalidad", corremos el riesgo de quedar atrapados en un limbo de obsolescencia disfrazada de progreso.

La obsolescencia ya no es solo un inconveniente técnico, es un problema medioambiental. En solo unos años, la generación de residuos electrónicos ha aumentado a un ritmo alarmante, y todo ello mientras las empresas nos venden la ilusión de que cada nueva actualización mejorará nuestra vida. Pero, ¿realmente lo hará? ¿O solo estamos siendo empujados a consumir más y más?

Afortunadamente, hay movimientos que intentan revertir esta situación, como la nueva legislación de la Unión Europea que impulsa el derecho a reparar y la disponibilidad de piezas de repuesto. Sin embargo, aún queda un largo camino por recorrer, y la responsabilidad de cambiar esta dinámica está en nuestras manos.