La música, ese arte omnipresente que nos envuelve en cada rincón de nuestra vida, puede ser tanto un bálsamo como un arma de doble filo para nuestra mente. ¿Alguna vez te has preguntado por qué no puedes dejar de escuchar esa canción que tanto te gusta? ¿O cómo es posible que una simple melodía pueda evocar alegría, tristeza o incluso nostalgia? Este texto explora lo que la música realmente hace en nuestro cerebro y cómo su omnipresencia podría estar afectándonos más de lo que creemos.
En esencia, la música es un conjunto de sonidos que nuestros oídos traducen en señales eléctricas, y nuestro cerebro interpreta como emociones y sensaciones .
Cuando escuchamos música, nuestro cerebro intenta predecir qué nota sigue, y cuando acierta, nos recompensa con una pequeña dosis de felicidad. Este fenómeno explica por qué nos gustan las canciones familiares o por qué una pieza musical bien construida puede conmovernos profundamente.
Si bien la música puede ser una fuente inagotable de alegría y creatividad, también puede convertirse en un problema. Escuchar música en exceso, especialmente en combinación con el consumo constante de redes sociales, está generando una suerte de "adicción digital" en la sociedad moderna. Cambiar de canción constantemente, consumir contenido rápido y estar siempre conectado reduce nuestra capacidad de concentración y disminuye el placer que sentimos al realizar actividades cotidianas.
Además, escuchar música sin pausa puede sobrecargar el sistema de recompensa de nuestro cerebro, haciendo que desarrollemos tolerancia. Esa canción que amabas puede convertirse en algo que prefieras evitar simplemente por haberla repetido demasiadas veces.
Nuestro gusto musical, lejos de ser algo innato, está profundamente influido por nuestro entorno cultural, nuestra edad y nuestras experiencias personales. Lo que a unos les parece una obra maestra puede parecer extraño o incluso desagradable para otros, pero esto no invalida su valor emocional. Al mismo tiempo, ciertos géneros musicales tienden a resonar más con personalidades específicas: los introvertidos suelen disfrutar de composiciones más complejas como el jazz o la música clásica, mientras que los extrovertidos prefieren ritmos enérgicos y bailables.
Sin embargo, los gustos no están grabados en piedra. Así como cambiamos de estilo de ropa a lo largo de los años, nuestra preferencia musical también evoluciona. La música no solo refleja quiénes somos, sino también quiénes queremos ser.
Un mito común es que escuchar música triste puede hacernos más propensos a la depresión, pero esto depende más de nuestra interpretación emocional que de la música en sí. Una melodía melancólica puede generar placer y nostalgia si la percibimos como una obra de arte, pero puede alimentar pensamientos negativos si nos sumimos en una espiral de autocompasión.
Por otro lado, la música también tiene un impacto físico: puede influir en nuestro ritmo cardíaco, regular nuestras hormonas e incluso ayudarnos a relajarnos o aumentar nuestra adrenalina, dependiendo del género. Por ejemplo, las composiciones meditativas reducen el cortisol (hormona del estrés), mientras que los ritmos rápidos y energéticos aumentan la motivación y la resistencia, algo que muchos utilizan en el gimnasio.
El problema no es la música en sí, sino nuestra relación con ella. Escuchar canciones constantemente, sin permitirnos momentos de silencio, puede impedir que nuestro cerebro descanse y se enfoque. La sobreestimulación digital está haciendo que muchos se sientan menos motivados y más irritables, lo que podría solucionarse con algo tan simple como reducir el tiempo que pasamos consumiendo música y redes sociales.