Cuando alguien se va, nunca se marcha del todo. Queda en las cosas más simples como un susurro silencioso que atraviesa el tiempo .Hay algo eterno en el rastro de quienes amamos aunque ya no podamos tocarlos. Siguen aquí, en el aire tibio de las tardes lentas, en los gestos que sin querer imitamos, en las memorias que aún saben a risa.
La pérdida nos guste o no tiene la manía de instalarse en cada rincón. A veces nos sorprende sin aviso, mientras lavamos los platos o miramos una calle cualquiera. Basta con un aroma, una canción o incluso el silencio para recordarnos que falta alguien que amábamos profundamente.
Pero el duelo, aunque es amargo también es una forma de amor. Porque solo se llora lo que se ha amado tanto que su ausencia deja grietas en el alma. No deberíamos temer a esas grietas, ni siquiera tratar de sellarlas apresuradamente. En ellas la vida sigue resonando. Allí habita el eco de los que ya no están haciendo que cada rincón vacío tenga un sentido propio.
Tal vez con el tiempo aprendamos que no es cuestión de olvidar sino de hacer espacio para ese eco, de invitarlo a caminar a nuestro lado sin que pese tanto. Aprender a reír sin culpa, a recordar sin que duela, a amar a quienes partieron de una manera distinta, pero igual de eterna.
Porque al final quienes nos dejan también nos dejan algo: el recuerdo de su existencia y el reto de seguir viviendo por ellos, con el corazón lleno de todo lo que alguna vez compartimos. Y mientras ese eco viva en nosotros, nadie se ha ido realmente.