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Marianne
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Embarazada de mí tí0.
Tenía que decírselo. Aunque me aterraba la idea, aunque sabía que en el momento en que abriera la boca, no habría vuelta atrás .
Todo se derrumbaría, y yo sería la única culpable. Pero no podía callar más. No con lo que llevaba creciendo dentro de mí.
Era tarde, las luces de la cocina parpadeaban como si incluso ellas supieran que el silencio iba a romperse. Me senté en la mesa, jugueteando con las manos. No había probado bocado en días, y mi estómago, además de la culpa, empezaba a mostrar los primeros síntomas de mi embarazo.
Él llegó minutos después. Ni siquiera tenía que mirarlo para saber que era él. Su perfume, su andar, todo en él se había grabado en mi mente como una herida que no dejaba de sangrar.
—¿Qué haces aquí tan tarde? —preguntó, dejando su abrigo sobre una de las sillas. Su tono era tranquilo, casi aburrido, como si esta fuera una noche más.
Yo no levanté la mirada. Sentí sus ojos sobre mí, y eso hizo que mis manos temblaran aún más.
—Necesito hablar contigo —murmuré, apenas audiblemente.
—¿Es por lo de la otra noche? Ya te dije que fue un error. No podemos seguir con esto, y tú lo sabes.
—No es eso… —Mi voz se quebró, y me mordí el labio para no llorar.
Él suspiró y se sentó frente a mí. Su expresión cambió de indiferencia a preocupación.
—¿Entonces qué pasa?
Respiré hondo. Miré la taza de café que había frente a mí, como si ahí pudiera encontrar el valor que necesitaba.
—Estoy embarazada.
La palabra cayó como una bomba. Él no dijo nada al principio. Solo me miró, y pude ver cómo su rostro se endurecía.
—¿Qué estás diciendo? —preguntó finalmente, su voz más baja de lo habitual, casi como un susurro lleno de incredulidad.
—Lo que escuchaste —contesté, tragando el nudo que se formaba en mi garganta—. Estoy embarazada… y es tuyo.
Se levantó de golpe, la silla chirrió contra el suelo. Caminó hacia la ventana, pasando una mano por su cabello mientras murmuraba algo inaudible para mí.
—¿Estás segura? —preguntó, aunque su tono no dejaba claro si lo decía porque dudaba de mí o porque no quería que fuera verdad.
—¿Qué crees? —repliqué, sintiéndome por primera vez en semanas un poco molesta. La angustia cedió solo un poco ante el enojo—. No he estado con nadie más. Tú lo sabes.
Se giró para mirarme, y en su rostro vi miedo. Pero también algo más. Algo que me dolió más que cualquier otra cosa. Arrepentimiento.
—Esto no puede salir a la luz —dijo, finalmente, con un tono firme—. Nadie puede saberlo. Si tu mamá o… si tu tía se enteran, esto va a destruirlo todo.
—¿Y qué sugieres que haga? —le espeté, poniéndome de pie—. ¿Que lo esconda como si fuera una vergüenza? ¿Que desaparezca y tenga este bebé sola?
Él no respondió. Simplemente me miró, con los ojos llenos de algo que yo no quería reconocer como compasión.
—No puedo ayudarte —murmuró, después de un largo silencio—. No puedo hacer esto, no contigo.
Sentí como si mi mundo se desmoronara en ese instante. Mi corazón latía con fuerza, como si tratara de salir corriendo de mi pecho.
—¿Eso es todo? ¿Vas a lavarte las manos y dejarme sola con esto?
—No es así… —Intentó acercarse, pero retrocedí.
—Entonces dímelo, dime qué quieres que haga, porque yo no sé cómo seguir adelante con esto.
El silencio volvió a caer entre nosotros. Él apartó la mirada, como si no pudiera soportar la culpa en mis ojos.
—Haz lo que tengas que hacer —susurró, antes de recoger su abrigo y salir por la puerta.
Me quedé ahí, sola en la cocina, abrazándome el vientre mientras las lágrimas caían. Él había salido de mi vida, y con ello, había dejado claro que este bebé sería solo mío.
Continuación --
---
El frío de la cocina se intensificó después de que él salió. O quizá era el vacío que había dejado, mezclado con la desesperación que sentía dentro de mí. Me quedé sentada allí un rato más, abrazando mi vientre como si así pudiera proteger a la vida que llevaba.
La puerta principal se cerró con un golpe seco. Lo imaginé caminando rápido hacia su auto, encendiendo el motor, alejándose, huyendo de mí, del problema, de la responsabilidad. Y yo, yo solo podía quedarme allí, sintiendo cómo el mundo se me venía encima.
—¿Qué vas a hacer, Sofía? —me pregunté en voz alta, rompiendo el silencio de la cocina.
No había nadie que pudiera responderme. No podía ir con mi mamá, porque lo primero que haría sería correr a contarle a mi tía. Y mi tía… ella no merecía esto. No se merecía que su esposo la traicionara de esta forma, mucho menos conmigo.
Me levanté tambaleándome y caminé hacia la ventana. Afuera, la noche estaba en calma, como si el mundo ignorara el caos que rugía dentro de mí. Pensé en todas las decisiones que me habían llevado a este punto, en las veces que pude haber dicho “no” y no lo hice.
Mis lágrimas empezaron a caer sin control. No podía evitar sentirme sucia, culpable, una traidora. Y, al mismo tiempo, había una pequeña chispa de esperanza dentro de mí, una voz tenue que me decía que quizá este bebé sería la única cosa buena que saldría de todo esto.
De pronto, escuché el motor de un auto arrancar. Me asomé por la ventana y lo vi. Él estaba ahí, todavía sentado al volante, con las manos en el rostro. Por un segundo, pensé que volvería, que regresaría para decirme que todo estaría bien, que no tendría que enfrentar esto sola.
Pero no lo hizo. Arrancó y se fue.
Me quedé mirando las luces traseras hasta que desaparecieron por completo en la oscuridad.
Volví a la mesa y me dejé caer en la silla. Era un hecho: esto sería solo mío. Tendría que enfrentar las miradas, las preguntas, las sospechas. Tendría que soportar las noches de insomnio, los días de hambre, los momentos de soledad. Y, a pesar de todo, sabía que no podía huir. Este bebé no tenía la culpa de mis errores.
Saqué mi teléfono y escribí un mensaje. No para él, no para mi mamá ni para mi tía. Lo escribí para mí misma:
"Este es el principio. No mi final."
Lo envié a mi propio número, como si al hacerlo estuviera grabando esa promesa en mi alma.
Y entonces me levanté, respiré hondo y apagué las luces.
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