Marina siempre creyó que el amor era eterno. Desde que conoció a Daniel, su vida parecía estar llena de luz .
Los primeros signos fueron sutiles, casi imperceptibles. Daniel llegó tarde una noche, y luego otra. Las conversaciones que antes fluían con facilidad comenzaron a ser más cortas, más vacías. Marina intentó ignorarlo, aferrándose a la idea de que los altibajos eran parte de una relación. Pero, a medida que pasaba el tiempo, la distancia entre ellos se hacía más grande, aunque ambos intentaban no hablar de ello.
Marina sentía cómo el amor se desvanecía lentamente, como una vela que pierde su brillo hasta quedar apagada. Las discusiones se hicieron más frecuentes, y las reconciliaciones, menos sinceras. En los días de silencio, el vacío se apoderaba de ella. Cada vez que se miraban, veía a un extraño en los ojos de Daniel, como si el hombre que amaba ya no estuviera allí.
Una tarde, mientras Marina cocinaba en la cocina, escuchó el sonido familiar de las llaves al entrar por la puerta. Daniel estaba en casa, pero algo en su presencia era diferente. Sus pasos resonaban vacíos, sin el entusiasmo que solía acompañarlo al regresar a casa. Se acercó a ella, pero no la abrazó. No hubo palabras de cariño, ni sonrisas compartidas.
“Marina…” dijo él, con un tono que nunca antes había usado. “Creo que hemos llegado al final.”
El mundo de Marina se detuvo por un instante. No quería oír esas palabras. ¿Cómo podría él decir eso tan fácilmente? ¿Cómo podía ser tan frío? Ella trató de aferrarse a su voz, a su mirada, a algo que pudiera salvar lo que quedaba, pero todo parecía desmoronarse con cada palabra que él pronunciaba.
“No te quiero hacer daño”, continuó Daniel, “pero ya no siento lo mismo. Siento que nos estamos perdiendo, y no sé cómo seguir adelante.”
Las lágrimas comenzaron a caer por las mejillas de Marina, pero no podía hacer nada. Sabía que, en el fondo, ya lo había sentido venir. El amor se había apagado, poco a poco, sin que pudieran hacer nada por evitarlo.
El tiempo siguió su curso, y, aunque Daniel ya no estaba, Marina aún guardaba en su corazón los recuerdos de lo que alguna vez fue un amor ardiente. Con el paso de los días, se dio cuenta de que el amor no siempre se apaga de un golpe. A veces, es un proceso lento, casi imperceptible, hasta que un día te despiertas y te das cuenta de que ya no queda nada.
Pero, aunque el amor se haya apagado, la vida sigue. Marina aprendió a vivir con el vacío que dejó Daniel, a reconstruir sus días, a encontrar paz en las pequeñas cosas. Y, aunque siempre quedará una parte de ella que lo extrañará, entendió que a veces, dejar ir es la única forma de seguir adelante.
Cuando el amor se apaga, se encienden otras luces.