El reloj marcaba las 2:00 a.m. y, como cada noche desde que te fuiste, me encontraba mirando al techo, perdida en pensamientos que no sabían cómo dejarme en paz .
Me acuerdo de cómo, en los primeros días, todo era confusión. Intentaba convencerme de que lo nuestro había terminado porque tenía que ser así. Pero la verdad era que el dolor me arrastraba cada vez que pensaba en tu nombre, en los momentos compartidos, en los abrazos que ya no podía sentir. Vivir sin ti era un desafío diario, como caminar en un mundo que parecía perdido sin tus huellas a mi lado.
Los recuerdos venían sin previo aviso. Como ese atardecer que vimos juntos en la playa, cuando el sol se despedía en el horizonte y me prometiste que, a pesar de todo, siempre estarías allí para mí. Ahora, esa promesa se sentía como una mentira que no sabías que habías dicho, pero que se había quedado grabada en mi corazón.
Cada rincón de la casa era testigo de nuestra historia. La mesa donde tomábamos el café por las mañanas ahora estaba vacía. Las paredes, que antes parecían llenarse de risas, ahora solo reflejaban la ausencia. Caminaba por la ciudad, y veía parejas que, a pesar de su aparente felicidad, solo me hacían recordar lo que ya no tenía.
En el trabajo, las horas pasaban lentamente. Todo me parecía más gris y monótono. Mis amigos trataban de distraerme, de sacarme una sonrisa, pero ninguna conversación lograba llenar el vacío que tú habías dejado. El teléfono, que solía vibrar con tus mensajes, ahora se quedaba en silencio. Nadie más podía hacerme sentir lo que tú me hacías sentir.
De vez en cuando, me encontraba mirando nuestra foto en la que sonreíamos, felices, ignorantes del destino que nos separaría. Era como si, al mirarla, pudiera sentirte cerca, pero luego me invadía la realidad. Ya no podías abrazarme, no podías decirme que todo iba a estar bien. Estabas tan lejos, y yo tenía que aprender a vivir sin ti.
Pero había algo que, aunque me doliera admitirlo, también me ayudaba a seguir. La idea de que todo, de alguna manera, tenía que tener un propósito. Vivir sin ti era una forma de encontrarme a mí misma, de entender que aunque el amor se apague, no significaba que yo tuviera que hacerlo también.
Y así pasaban los días. Un paso a la vez. A veces, con esperanza de que, algún día, los recuerdos no dolerían tanto. Otras, con la certeza de que la vida sigue adelante, aunque el corazón tarde un poco más en sanar.
Vivir sin ti no significaba olvidarte. Siempre serías parte de mí, pero ahora, tenía que aprender a vivir con la ausencia, a reconstruir mi vida en tu falta. Y, aunque nunca me acostumbraría del todo a la idea de que no estarías más, comenzaba a aceptar que, quizás, lo mejor para ambos era este nuevo camino por separado. Vivir sin ti, al fin y al cabo, era un acto de supervivencia, pero también una oportunidad para crecer.