El viento soplaba con fuerza esa tarde de otoño, despojando a los árboles de sus últimas hojas doradas. Sentada en el banco del parque, Andrea observaba cómo el sol se despedía lentamente, tiñendo el cielo de tonos rojizos .
Hace meses que Tomás se había ido, pero aún no había encontrado la forma de dejarlo ir. Se había aferrado a la idea de que algo entre ellos podía haber sido más, a pesar de que la realidad le demostraba lo contrario una y otra vez. A veces, pensaba que tal vez él solo había sido una ilusión, una de esas historias que parecían prometedoras pero que nunca llegaron a materializarse.
Recordaba su primera conversación con él como si fuera ayer: las risas, las miradas cómplices, las promesas de un futuro lleno de posibilidades. Pero ese futuro nunca llegó. Y al final, solo quedaron los silencios, las excusas y el vacío de un amor que nunca se consolidó.
Las semanas pasaron, y Tomás empezó a desvanecerse en su vida. Cada encuentro era más distante, cada mensaje, menos frecuente. Un día, sin previo aviso, simplemente dejó de aparecer. Andrea, que siempre había esperado una explicación, quedó atrapada en la nebulosa de su incertidumbre. ¿Qué había fallado? ¿Por qué no luchó por lo que podrían haber sido?
Se pasó noches enteras analizando sus conversaciones, buscando señales que pudiera haber pasado por alto, pero nunca encontró respuestas claras. Solo quedó la sensación de que algo se rompió sin que ella pudiera hacer nada al respecto.
Ahora, en ese banco del parque, entendió que no podía seguir aferrándose a algo que nunca fue. No era su culpa, ni la de él. Simplemente, las cosas no siempre se dan como uno espera. A veces, las historias no tienen un final feliz, y lo único que queda es aprender a dejar ir.
Respiró profundamente, sintiendo cómo el aire frío acariciaba su rostro. Poco a poco, la tristeza comenzó a disiparse, reemplazada por una sensación de liberación. Decidió que, aunque había amado con todo su ser, merecía algo real, algo que no fuera una ilusión ni una promesa vacía.
Tomó su teléfono, borró su número de la lista de contactos y apagó la pantalla. Era hora de seguir adelante, de buscar su propio camino sin la sombra de un amor que nunca llegó a ser. Con una última mirada al atardecer, se levantó del banco, sintió el peso de la decisión, pero también la ligereza de la libertad.
Dejaba ir lo que nunca fue. Y eso, aunque doloroso, también la estaba acercando a lo que sí podría ser.