La tarde caía lentamente sobre la ciudad, como si el sol mismo se estuviera despidiendo en silencio. Lara se encontraba en el balcón de su departamento, mirando las luces de la ciudad encenderse una a una .
Era un día cualquiera, pero no para ella. Hoy había decidido que era el último día en el que esperaría algo que nunca llegaría. En los últimos meses, las palabras de Sergio se habían vuelto distantes, las promesas sin fundamento y las caricias, simples recuerdos. El amor, que antes parecía infinito, había desaparecido de sus manos como el agua que se escapa entre los dedos.
Recordó su primer encuentro, la forma en que sus ojos se habían cruzado y cómo había sentido una conexión instantánea. Nunca había creído en el destino, pero con él parecía que todo encajaba, como si todo estuviera escrito. Pero los meses se convirtieron en años, y lo que antes era pasión ahora se había transformado en rutina. La magia se había ido.
Ese día, después de una larga conversación que había comenzado con promesas vacías y terminó con miradas apagadas, Sergio se fue sin decir una palabra más. No hubo gritos, ni reproches. Solo el sonido de la puerta cerrándose detrás de él. Como si todo hubiera sido una mera ilusión que se desvaneció en el aire. Un final sin lágrimas.
Lara no lloró. No porque no quisiera, sino porque ya no tenía fuerzas para hacerlo. Había llorado tanto en el pasado, había dado tanto de sí misma, que en ese momento solo sentía una profunda sensación de vacío. El amor que había compartido con Sergio había sido tan intenso, pero también tan efímero, que al final parecía que nunca fue suficiente para mantenerlo.
Se levantó del balcón y caminó lentamente hacia el espejo del baño. Se miró a los ojos, buscando en su reflejo una respuesta que no encontraba. "¿Por qué te cuesta tanto soltarlo?", se preguntó en voz baja. La verdad era que siempre había temido el final. Había vivido con la esperanza de que las cosas cambiarían, de que el amor regresaría a sus venas. Pero la realidad era otra, y ahora, por fin, lo aceptaba.
Lara tomó una decisión. No se iba a aferrar más a lo que ya no estaba. Aunque su corazón aún lo lamentaba, sabía que era hora de liberarse. No podía seguir esperando lo que nunca llegaría. Así que, sin lágrimas, sin rencores, sin promesas de que todo volvería a ser como antes, decidió seguir adelante.
Con una última mirada al departamento que había compartido con Sergio, caminó hacia la puerta, dejándolo atrás. La ciudad seguía brillando en la distancia, y, por primera vez en mucho tiempo, Lara sintió que podía respirar de nuevo.
Un final sin lágrimas, sí, pero también un nuevo comienzo.