Ella lo veía desde la ventana, cada mañana, mientras el sol despertaba al mundo. Su nombre era Clara, y tenía una vida que parecía tener todo lo que necesitaba: amigos, familia, una carrera prometedora .
El encuentro no fue una gran historia de amor a primera vista, sino más bien un choque de mundos que parecían ir en direcciones opuestas. Clara estaba acostumbrada a la rutina, al control. Sebastián, en cambio, era un espíritu libre, de esos que viven sin mapas ni planes, dejándose llevar por el viento. El destino los cruzó en una pequeña librería del barrio, cuando él derramó su café sobre un libro que ella estaba hojeando.
—¡Vaya! Lo siento mucho —dijo él, mientras trataba de secar las páginas con una servilleta.
Clara lo miró, sorprendida por su sonrisa y su calma ante el desastre. En lugar de enojarse, se echó a reír.
—No pasa nada, parece que este libro estaba destinado a mojarse.
Ambos se quedaron en silencio, mirando las páginas empapadas, y en ese instante, algo cambió. No había palabras, pero el aire estaba cargado de una promesa que ninguno de los dos entendía. De esa manera comenzó una amistad que, con el tiempo, se volvió más compleja, llena de miradas que duraban demasiado y conversaciones que parecían interminables.
Clara comenzó a ver a Sebastián como algo más que un amigo. La forma en que hablaba, la intensidad con que vivía cada día, la forma en que sus ojos brillaban cuando se apasionaba por algo… Todo en él parecía invitarla a soñar. Pero ella, con sus miedos y su vida calculada, no podía permitirse sentir algo más.
Sebastián, por su parte, también la observaba de cerca, pero su vida estaba llena de otros horizontes. No era un hombre que creía en los lazos permanentes. Las relaciones para él eran como una canción que se disfruta por un tiempo, pero que siempre llega a su final. Sin embargo, en Clara encontró algo que le hacía dudar de su propia filosofía.
Las semanas pasaron, y con ellas, los momentos compartidos fueron dejando huellas. Salidas nocturnas por las calles iluminadas, risas a la orilla del río, paseos en los que compartían sus secretos más oscuros. Pero al mismo tiempo, ambos sabían que algo los separaba. Ella no podía dejar atrás su vida estructurada, y él no quería atarse a nada que le impidiera ser libre.
Una tarde, después de un largo silencio, Clara se armó de valor y le dijo lo que había guardado en su pecho durante meses.
—Sebastián, creo que estoy empezando a quererte.
Él la miró fijamente, con una mezcla de sorpresa y tristeza. Sabía lo que significaba, pero también sabía que no podía corresponder de la misma manera.
—Yo también siento algo por ti, Clara. Pero… no soy el tipo de persona que puede ofrecerte lo que buscas. No sé quedarme.
Las palabras cayeron como un peso sobre ella. Su corazón, que había estado latiendo en secreto por tanto tiempo, se detuvo en ese instante.
Se miraron por un momento que pareció eterno, como si estuvieran midiendo la distancia que ya existía entre ellos. Y sin decir más, se despidieron.
El tiempo siguió su curso, pero algo en Clara cambió para siempre. Aprendió que no todos los amores están destinados a ser. Algunos, como el suyo con Sebastián, existen solo para enseñarnos algo que nunca imaginamos. Un amor que no fue, pero que marcó su vida de una manera sutil y profunda.
Al final, Clara comprendió que hay fragmentos de amor que no necesitan ser completos para ser valiosos. Algunos amores, aunque no lleguen a ser lo que esperábamos, nos enseñan a vivir más plenamente.
Años después, cuando volvió a pasar por esa librería, recordó aquel encuentro, ese primer accidente que los unió. Y en ese rincón del pasado, con una sonrisa triste y serena, aceptó que había sido un amor que nunca fue, pero que siempre permanecería como un fragmento en su corazón.