Había algo en el aire esa tarde que me hizo dudar, como si todo a mi alrededor supiera lo que venía y yo, tonta de mí, intentaba ignorarlo. El sol se filtraba a través de las cortinas, proyectando sombras cálidas en las paredes, pero mi mente estaba en otro lugar, atrapada entre tus últimas palabras.
“Es mejor así”, dijiste.
Y aunque mi corazón gritaba que no, que no era mejor, las palabras se quedaron flotando en el aire, como un eco que rebotaba contra las paredes de mi pecho .
Recuerdo la primera vez que nos conocimos, cómo tus ojos brillaban como estrellas lejanas, tan llenos de promesas y sueños. No entendía cómo alguien como tú podía fijarse en alguien como yo, pero el amor, como siempre, es un misterio. Las risas, las tardes en el parque, los silencios cómodos, las conversaciones interminables hasta el amanecer... todo parecía perfecto. Todo parecía tener un propósito.
Hasta que algo cambió. Quizás fue la rutina, o tal vez las pequeñas mentiras que comenzamos a contarnos, las cosas no dichas que se acumularon en nuestras conversaciones. Poco a poco, empezaste a desvanecerte ante mis ojos, como si el brillo de tus estrellas se hubiera extinguido sin que me diera cuenta.
Y ahora, ahí estábamos, en esa tarde interminable, tú frente a mí, tus manos temblorosas, tus ojos evitando los míos. Yo esperando, deseando que dijeras algo diferente, algo que me devolviera la esperanza, pero sabías que ya no había vuelta atrás.
“Es mejor así”, repitiste.
Esas palabras retumbaban en mi cabeza mientras te ibas, mientras tu figura se alejaba de mí, caminando lentamente, sin mirar atrás. Cada paso tuyo era un clavo más en el ataúd de lo que una vez fuimos. Mi corazón, roto en mil pedazos, escuchaba el eco de tu adiós resonar en el silencio de la habitación, pero mis labios no podían decirte lo que realmente sentía.
¿Cómo podría explicarte que aunque el amor se fue, yo aún te esperaba? ¿Cómo podía convencerte de que, a pesar de todo, quería que volvieras a mí, aunque fuera solo por un instante?
El eco de tu adiós se quedó conmigo, un sonido persistente que no me dejaba escapar. En los días siguientes, cada vez que veía algo que nos pertenecía, como el café que tomábamos juntos o el libro que me recomendaste, el eco resonaba con más fuerza, golpeando mi alma con cada recuerdo.
Y aunque traté de seguir adelante, de llenar mi vida con nuevas experiencias, el eco nunca desapareció. Se convirtió en parte de mí, un recordatorio constante de que, a veces, el amor no es suficiente para salvar lo que se ha perdido.
Pero un día, mientras caminaba por la ciudad, sentí algo extraño. Como si el viento hubiera cambiado, como si el eco de tu adiós ya no doliera tanto. No era que te hubiera olvidado, sino que había aprendido a vivir con tu ausencia, a hacer las paces con lo que fuimos.
El eco de tu adiós, aunque siempre presente, ya no me atrapaba. Había aprendido a dejarlo ir. Y aunque no podía borrar los recuerdos, entendí que el amor, incluso cuando se va, deja algo en nosotros: la capacidad de seguir adelante.
Porque el eco de tu adiós, al final, es solo un eco. Y los ecos, por naturaleza, siempre se desvanecen.