La habitación estaba en completo silencio, excepto por el susurro de las hojas movidas por el viento, que se colaba tímidamente por la ventana entreabierta. En el rincón más oscuro, el reloj marcaba la hora exacta: las tres de la mañana .
Había pasado ya un mes desde que Andrés se fue. Un mes desde la última vez que su voz llenó la casa, desde la última vez que se rieron juntos hasta tarde, hasta que el sol se asomó por la ventana. Ahora, solo quedaba el eco de sus palabras. Voces que Clara escuchaba a menudo, como un murmullo en su mente, como si él estuviera aún allí, sentado junto a ella, hablándole sin cesar.
Pero ya no estaba.
Clara recordó el día que todo terminó. Andrés le dijo que necesitaba encontrar su camino, que sus sentimientos por ella se habían desvanecido con el tiempo, como una sombra que se desintegra bajo la luz del sol. El dolor fue inmenso, más de lo que había imaginado. Sentir que alguien te quiere dejar atrás, mientras tú aún sigues amando, es una de las sensaciones más desgarradoras que existen. Y él se fue. Como una ola que arrastra todo a su paso y, de repente, lo deja todo vacío.
Durante los primeros días después de su partida, Clara no pudo dejar de llamar su nombre en voz baja. Se preguntaba si aún pensaba en ella, si sentía algo por todo lo que habían compartido. La esperanza de un regreso, aunque minúscula, seguía latente. Pero con el paso de las semanas, esa esperanza comenzó a desvanecerse, y las voces en su mente se volvieron cada vez más fuertes.
A veces, en el silencio de la madrugada, creía oír su voz clara y cercana, como si estuviera en otra habitación, esperando a que Clara lo buscara. “Te extraño”, decía en los susurros del viento. “Todavía pienso en ti”. Pero no era él. No podía serlo. El amor ya no existía entre ellos.
Era solo el vacío.
Con cada día que pasaba, Clara aprendió a vivir entre esas voces. Eran fragmentos de lo que alguna vez fue su felicidad. La tristeza la envolvía por completo, pero no le quedaba más opción que aceptar que el amor ya no estaba. El eco de su partida resonaba con fuerza, y Clara entendió que esas voces no eran más que los vestigios de lo perdido.
La vida continuó, pero en su interior, siempre quedaría ese vacío, ese espacio donde las voces en el vacío seguirían hablando, recordándole que, a veces, el amor no basta para mantener a alguien a tu lado.
Y así, en la quietud de la noche, Clara cerró los ojos y dejó que las voces se disiparan. Ya no las temía. Habían aprendido a coexistir.