El ego: esa voz interna que nos protege, nos eleva y a veces nos consume. A primera vista, puede parecer nuestro aliado, el guardián que nos evita caer en la humillación o en la indiferencia .
Para comprenderlo, volvamos a Narciso, el joven que no pudo apartar la mirada de su reflejo. Su historia no es solo un mito sobre la vanidad, sino una metáfora de cómo nuestro ego puede crecer hasta convertirse en un espejo distorsionado de nosotros mismos. Narciso no murió por ser hermoso, sino porque su ego lo atrapó en una ilusión.
El ego comienza como un mecanismo de defensa: una respuesta natural desde nuestra infancia para encajar en un mundo social. Sin embargo, este reflejo que nos ayuda a construir nuestra autoestima puede volverse una prisión. Cuando el ego toma el control, empezamos a ver la realidad a través de su filtro, donde todo gira en torno a yo, yo, yo.
¿Has sentido esa rabia al equivocarte en público? ¿Esa necesidad de justificarte, de ser admirado, de no aceptar críticas? Todo eso es obra del ego, que no soporta sentirse pequeño. Pero cuidado: mientras te protege de los juicios ajenos, puede aislarte de la realidad y convertirte en un esclavo de la validación externa.
Imagina a Adri y Dani, dos compañeros de clase. Adri, frustrado por sus malas calificaciones, ataca a Dani, quien parece destacarse sin esfuerzo. Por otro lado, Dani, herido por los insultos, encuentra consuelo en creer que todo se debe a la envidia de Adri. ¿Te suena familiar? En esta lucha de egos, ninguno gana, porque ambos terminan atrapados en la búsqueda de aprobación.
El ego también tiene su lado positivo: nos empuja a mejorar, a superar nuestras limitaciones. Pero cuando lo dejamos dominar, nos sumergimos en un río que refleja una versión idealizada o distorsionada de nosotros mismos, alejándonos de quienes realmente somos.
Heráclito decía: “Un hombre nunca se baña en el mismo río, porque ni el hombre ni el río son los mismos”. Al igual que un río cambia constantemente, nuestro reflejo también lo hace, moldeado por las máscaras que usamos para encajar. Pero, ¿en qué momento dejamos de ser nosotros mismos y nos convertimos en esa máscara?
El ego no es malo en sí mismo, pero debemos aprender a reconocerlo y a enfrentarlo. No es fácil mirar el espejo y aceptar que el reflejo no siempre es fiel. Es un trabajo diario, una lucha por no dejar que esa imagen, alimentada por las opiniones y expectativas de los demás, nos consuma.