Desde pequeña, siempre busqué la aprobación de los demás. Era una costumbre que había adquirido sin darme cuenta, pensar que mi valor dependía de lo que los otros pensaran de mí .
Un día, después de un desencuentro con una amiga cercana, me senté en mi habitación, observando el reflejo de mi rostro en el espejo. Fue entonces cuando me di cuenta de algo que nunca había querido aceptar: no me gustaba lo que veía. No en términos de mi aspecto físico, sino en lo que había llegado a ser. Me había convertido en alguien que solo pensaba en los demás, olvidando por completo lo que realmente quería y sentía.
Ese día tomé una decisión. Decidí que debía empezar a tratarme con la misma compasión y cuidado con el que trataba a las personas que más quería. No sería fácil, lo sabía, pero sentí que era el momento de invertir tiempo y energía en mi propia relación, la que siempre había descuidado: la que tenía conmigo misma.
Los primeros días fueron duros. Era difícil cambiar años de hábitos, pero comencé con pequeños pasos. Por ejemplo, cada vez que me miraba al espejo, me decía algo positivo. Al principio era raro, incluso incómodo, pero poco a poco empecé a notar que las palabras de aliento se sentían más naturales.
Luego, me forcé a hacer cosas por mí misma, cosas que siempre había postergado por miedo a ser egoísta. Empecé a hacer ejercicio, no por los demás ni para cumplir con expectativas ajenas, sino porque realmente quería sentirme bien. Comencé a leer más, a descubrir nuevas pasiones, a darme el espacio para estar sola sin sentirme culpable.
A medida que pasaba el tiempo, la relación que tenía conmigo misma comenzó a cambiar. Ya no me miraba con críticas constantes. Aprendí a aceptar mis errores sin juzgarme tan severamente y a celebrar mis logros, aunque fueran pequeños. Ya no esperaba que otros me validaran; me di cuenta de que la única aprobación que realmente necesitaba era la mía.
Un día, mientras me preparaba para salir con algunas amigas, me miré en el espejo y sonreí. No solo porque me gustara lo que veía, sino porque entendí que había logrado algo mucho más importante: me había convertido en mi mejor amiga. Ya no necesitaba la validación de otros para sentirme completa. Estaba aprendiendo a ser la amiga que siempre había buscado, alguien que me apoyaba, me comprendía y me respetaba.
Y así, poco a poco, la amistad conmigo misma se convirtió en la más valiosa que jamás habría imaginado. No porque fuera perfecta, sino porque estaba aprendiendo a ser humana, a aceptar mis luces y mis sombras. Y ahora sabía que no importa lo que pase, siempre tendría a alguien a mi lado: a mí misma.