Desde pequeña, Marta había sido una mujer que buscaba siempre la aprobación de los demás. Sus decisiones, sus palabras, incluso sus sueños, estaban influenciados por lo que los demás pensaran de ella .
Un día, después de una larga jornada de trabajo, Marta se sentó en su habitación y miró al espejo. No solo veía su reflejo físico, sino también el desgaste emocional que había acumulado durante los años. Se dio cuenta de que siempre había dado lo mejor de sí misma a los demás, pero nunca se había dado lo mismo a ella. Nunca se había mirado con compasión, nunca se había permitido descansar, ni había celebrado sus logros sin comparar sus éxitos con los de otros. Había llegado el momento de cambiar.
La decisión de empezar a amarse incondicionalmente no fue fácil, ni rápida. Marta comenzó con pequeños gestos hacia sí misma. Cuando se miraba al espejo, en lugar de enfocarse en lo que quería cambiar, comenzaba a enfocarse en lo que ya amaba de sí misma. Sus ojos, su risa, su capacidad de escuchar, su inteligencia. A medida que se reconocía, también empezó a cuidar su cuerpo, no para cumplir con estándares ajenos, sino porque se dio cuenta de que merecía sentirse bien.
Poco a poco, Marta comenzó a soltar las expectativas externas. Aprendió a decir "no" cuando lo necesitaba, sin sentirse culpable. Empezó a hacer cosas que la hacían feliz, como pintar, leer en paz, o caminar por el parque al amanecer, sin tener que justificar su tiempo. El amor propio que había cultivado la liberó de la necesidad constante de buscar la validación de otros.
Un día, mientras paseaba por el parque, se cruzó con un antiguo amigo, quien le preguntó cómo estaba. Marta, sonriendo sinceramente, respondió: "Estoy bien. Estoy aprendiendo a cuidarme y a valorarme más". En ese momento, comprendió que el amor propio no solo era una forma de sanar, sino también una forma de fortalecer su relación con los demás. Ahora podía ofrecer lo mejor de sí misma sin esperar nada a cambio.
El amor incondicional hacia sí misma se convirtió en un viaje de autoaceptación y libertad. Marta dejó de ser prisionera de las expectativas externas, y comenzó a ser dueña de su vida. Descubrió que el verdadero amor no dependía de lo que otros pensaran o hicieran, sino de lo que ella misma sentía por sí misma.
Y así, Marta siguió su camino, con la certeza de que el amor más grande que podía ofrecer al mundo era el que primero se dio a sí misma.