Durante años, viví en un constante bullicio, rodeada de voces ajenas que me dictaban lo que debía ser y lo que no. La sociedad, los amigos, incluso mi familia, creían saber lo que era mejor para mí .
Un día, decidí hacer una pausa. Había llegado al punto en que el ruido externo me había desgastado tanto que necesitaba algo diferente. Entonces, me alejé de todo: dejé de leer las opiniones ajenas, dejé de mirar las redes sociales, dejé de escuchar las voces que me hablaban sobre lo que debía ser mi vida. Me sumergí en la quietud, en el silencio.
Al principio fue extraño. El vacío me envolvía y me sentía incómoda. Mi mente seguía agitada, como un río turbulento, incapaz de calmarse. Pero me obligué a permanecer ahí, en ese espacio en silencio. Empecé a caminar por la ciudad sin prisas, sin la necesidad de estar siempre conectada. Me senté en parques, observando a las personas sin prisa por llegar a algún lugar. Era como si el mundo siguiera girando, pero yo, finalmente, estaba aprendiendo a detenerme.
En una tarde de sol suave, me encontré en un banco mirando el cielo. Algo dentro de mí comenzó a despertar. No era un pensamiento o una idea clara, sino una sensación profunda de paz. El ruido de mis inseguridades comenzó a disminuir, y por primera vez en mucho tiempo, sentí como si mi alma hablara en susurros suaves. "Estoy aquí", me decía, "tú eres suficiente, tal como eres."
Esa tarde entendí algo crucial: el silencio no es vacío; es un espacio donde mi alma puede encontrar su propia voz. No era el silencio que temía, no era el vacío que había intentado llenar con otras personas, con logros, con apariencias. Era el silencio que necesitaba para escucharme a mí misma. En ese momento, comprendí que la respuesta siempre había estado dentro de mí, y que solo tenía que permitirme el tiempo y la tranquilidad para descubrirla.
A partir de ese día, el silencio dejó de ser algo incómodo. Aprendí a abrazarlo, a encontrar consuelo en él. Ya no necesitaba validación externa ni el bullicio de la vida diaria para sentirme completa. Aprendí a confiar en el suave murmullo de mi alma, que siempre había estado allí, esperando a que yo la escuchara.
Con el tiempo, mis días se llenaron de paz. Ya no era necesario gritar ni competir, ni cumplir con expectativas ajenas. Solo necesitaba estar en silencio y escuchar mi propia voz, esa que se encontraba entre los susurros del viento, en la quietud de las tardes solitarias. Y en ese silencio, descubrí el amor propio, ese que no se necesita demostrar, solo sentir.
El silencio de mi alma ya no era un eco lejano. Era mi guía, mi refugio, mi fuerza. Por fin, pude entender que, cuando aprendes a escuchar el silencio dentro de ti, ya no necesitas buscar fuera lo que siempre estuvo esperando ser encontrado.