Había llegado a un punto en mi vida en el que las voces externas ya no lograban calmar el ruido interno. Durante años, me había esforzado por cumplir con las expectativas de los demás, sacrificando mi bienestar y mis deseos .
Una tarde de otoño, decidí hacer algo que jamás había considerado antes: tomar un descanso. Tomé una mochila, dejé las preocupaciones atrás y me dirigí hacia un pequeño pueblo en las montañas, alejado de la rutina diaria y de las voces que constantemente me decían qué debía hacer. Allí, rodeada de árboles que comenzaban a vestirse de naranja y rojo, me enfrenté a una quietud que nunca antes había experimentado.
Al principio, la soledad me pareció incómoda. Durante años había huido de mis propios pensamientos, buscando llenar el vacío con actividades, relaciones y obligaciones. Pero, conforme pasaban los días, empecé a escuchar algo más que el sonido del viento entre las hojas: escuché mi propia voz, esa que había callado por tanto tiempo.
En las caminatas matutinas, mientras observaba el amanecer, me di cuenta de que había olvidado lo que me hacía sentir viva. Me había olvidado de las cosas simples que solían darme alegría, como el olor a tierra mojada, el canto de los pájaros y la paz que sentía cuando estaba sola con mis pensamientos. Comencé a escribir, no solo para plasmar lo que veía, sino también para entender lo que llevaba años guardando en lo profundo de mi ser.
Un día, mientras paseaba por el bosque, me encontré con un arroyo. Me senté en la orilla y, mirando el agua fluir, entendí algo crucial: al igual que el agua, mi vida también debía fluir libremente. Había estado intentando controlar cada aspecto de mi existencia, temerosa de lo que sucediera si no lo hacía. Pero ahora, al mirar el curso del arroyo, supe que, a veces, soltar el control era el primer paso hacia la paz.
En ese rincón apartado, comencé a redescubrirme. No era la persona perfecta que había querido ser, ni la que otros esperaban. Era alguien que, por fin, se aceptaba con sus sombras, con sus cicatrices y con sus luces. Aprendí a amarme no por lo que hacía por los demás, sino por lo que era, simplemente.
Al final, regresé a mi vida cotidiana, pero ya no era la misma. Había hecho las paces conmigo misma, había entendido que el amor propio no era un destino, sino un camino constante. Los "tiempos de reencuentro" no habían sido solo un viaje físico, sino una travesía interna que me había llevado a ser más auténtica, a respetar mis límites y a recordar lo valiosa que soy, no por lo que ofrezco, sino por lo que soy.
Desde entonces, aunque los ruidos del mundo sigan ahí, ya no me afectan tanto. Tengo claro que el verdadero reencuentro es con uno mismo, y ese es el viaje más importante de todos.