Acordamos no escribirnos. No iba a contactarla, al menos durante seis meses. Dije que solo lo haría si estaba listo, si había avanzado de verdad. Pero, siendo honesto, no tenía ni idea de cómo iba a lograrlo.
Al principio, todo dolía. Cada pensamiento giraba en torno a ella. Me levantaba llorando, me dormía pensando en ella. Incluso las cosas más simples, como escuchar una canción o ver un mensaje antiguo, me desarmaban por completo. Había momentos en los que sentía que no podía seguir.
Un día, decidí dar un paseo, el primero en mucho tiempo. Fue extraño. Estar solo, sin hablar con ella, sin compartir mis pensamientos, me hacía sentir vacío. Pero ese paseo fue un pequeño paso hacia algo más grande.
Recuerdo el quinto día claramente porque fue el primero en el que no lloré al despertar. Parecía una pequeña victoria, pero no duró mucho. Al día siguiente, la tristeza volvió con fuerza. Había días en los que quería escribirle, incluso sabiendo que no era lo correcto. Una vez, estuve a punto de enviarle un mensaje, pero logré detenerme.
A las dos semanas, empecé a aceptar lentamente que esto era mi nueva realidad. Me aferraba a los momentos con amigos, a las salidas al gimnasio, a cualquier cosa que pudiera distraerme. Pero incluso en medio de esas actividades, su recuerdo siempre estaba presente.
Al llegar al primer mes, algo cambió. No fue mágico ni inmediato, pero empecé a reflexionar. Me di cuenta de cuánto había aprendido sobre mí mismo. Empecé a pensar en lo que realmente quería, en cómo podía crecer. Fue doloroso admitirlo, pero entendí que el problema no era solo que la había perdido, sino que había perdido partes de mí en esa relación.
Empecé a cuidarme más. Comencé a escalar, a ejercitarme, a buscar nuevas formas de ser mejor, no solo para mí, sino para cualquier relación futura.
El segundo mes fue difícil, pero fue cuando empecé a aceptar que quizá nunca volveríamos a estar juntos. Fue un pensamiento aterrador, pero necesario. Cada día me hacía más fuerte. Había días buenos y días malos, pero poco a poco, los buenos empezaron a ganar terreno.
Hoy, han pasado seis meses desde que rompimos. Todavía la extraño. Es imposible no hacerlo después de compartir tres años de mi vida con ella. Pero algo ha cambiado en mí.
Me doy cuenta de que esta ruptura, aunque dolorosa, fue una de las mejores lecciones de mi vida. Me obligó a mirar hacia adentro, a entender quién soy y qué quiero. Ahora sé que puedo estar bien solo, que puedo construir una vida que me haga feliz sin depender de nadie más.
No fue fácil, y todavía hay momentos en los que pienso en lo que tuvimos. Pero también sé que he crecido. Estoy más fuerte, más consciente, más preparado para lo que venga. Y aunque este fue el peor desamor que he vivido, también me dejó una enseñanza que llevaré conmigo para siempre: a veces, perder a alguien también es encontrarte a ti mismo.