El sol comenzaba a ponerse, pintando el cielo de tonos anaranjados y rosas mientras Carla caminaba por el parque, perdiéndose entre las sombras de los árboles. Aunque era un día cualquiera, había algo especial en el aire .
Se detuvo frente al banco donde había estado esperando durante los últimos diez minutos. Un café en sus manos, algo que ya se había vuelto una costumbre: su cita semanal con Andrés, su amigo de toda la vida. No eran pareja, ni lo habían sido nunca, pero había algo que los unía más allá de las palabras: una amistad sólida, sincera, que había crecido con los años.
"Lo siento, llegué tarde", dijo Andrés, apareciendo entre la multitud con una sonrisa amplia y las manos llenas de galletas recién horneadas.
Carla soltó una risa. "Te perdono, como siempre."
Andrés se sentó a su lado y le entregó una de las galletas. Carla las miró antes de mordisquear una, y de inmediato un sabor familiar la invadió. "Estas galletas tienen un sabor diferente", comentó, saboreando cada bocado. "¿Qué les pusiste?"
Andrés la miró a los ojos, un poco nervioso. "Es algo especial... es una mezcla de ingredientes secretos. Como... nuestra amistad. Siempre ha tenido algo único."
Carla frunció el ceño, confusa, pero una chispa de comprensión brilló en sus ojos. ¿Cómo no había notado antes? Los pequeños gestos de Andrés, su risa que siempre lograba calmarla, su presencia constante… Todo eso tenía un sabor único. Un sabor a hogar, a confianza, a algo más profundo que la simple amistad.
"Creo que me estás diciendo algo, Andrés", dijo Carla, sin dejar de mirarlo. El viento sopló suavemente, despeinando un poco su cabello mientras él asentía lentamente.
"Siempre he estado a tu lado, Carla. Pero no solo como amigo. Tal vez, no soy tan bueno para expresarlo, pero este 'nosotros'… me sabe a algo más."
Un silencio cómodo se instaló entre ellos. Carla miró a sus ojos y, por un momento, la duda se desvaneció. No necesitaban palabras complicadas. Su amistad siempre había sido un amor silencioso, un amor con sabor a amistad.
"Yo también lo siento, Andrés", murmuró ella, tomando su mano con suavidad. "Lo supe desde que te vi llegar con esas galletas. Tal vez no necesitamos etiquetas para lo que tenemos."
Andrés sonrió, y por primera vez, los dos entendieron que su amor no requería definiciones. Era como esas galletas, perfectas por sí solas, sin necesidad de adornos. Solo era amor, y estaba allí, creciendo con cada pequeño gesto, con cada palabra compartida en la quietud del parque.
Bajo la luz del atardecer, con el sabor a galletas y risas en el aire, Carla y Andrés se dieron cuenta de que el verdadero amor, el que perdura, no siempre tiene que ser grandioso ni ruidoso. A veces, es tan simple como una amistad que crece y se transforma en algo más dulce de lo que uno puede imaginar.