Siempre pensé que la vida era una sucesión de días comunes, hasta que conocí a Valeria. Antes de ella, mis amigos eran pocos, pero sinceros; mis días se llenaban de las mismas actividades y mi corazón guardaba secretos de una vida que no compartía con nadie .

Una tarde, durante un proyecto escolar, Valeria llegó a mi vida. Era diferente a todos: extrovertida, llena de energía, con una sonrisa que parecía iluminar la habitación. Desde el primer momento, supe que no era como los demás. Al principio, me costó abrirme, me sentía intimidada por su forma tan abierta de ser, pero ella no me dejó escapar. Comenzó a compartir sus historias, sus sueños y sus miedos, y poco a poco, me hizo sentir que podía hacer lo mismo.

Con ella, descubrí el valor de la amistad incondicional. Pasábamos horas hablando, riendo y apoyándonos mutuamente. En sus palabras, encontraba consuelo; en sus acciones, sentía la seguridad de que no importaba lo que sucediera, siempre tendría un refugio en su amistad. Valeria me enseñó que no siempre se trata de lo que puedes hacer por ti mismo, sino de lo que puedes compartir con los demás.

Un día, después de un momento difícil, le confesé mis miedos y preocupaciones más profundos. Esperaba que me juzgara, pero en lugar de eso, me abrazó y me dijo: “La vida es más liviana cuando la compartes con alguien”. En ese instante entendí que la amistad no solo se trata de los momentos felices, sino de acompañarse en las caídas, de levantarse juntos y seguir adelante.

Gracias a Valeria, cambié mi perspectiva. Aprendí a abrirme, a confiar y, sobre todo, a valorar las personas que realmente importan. Mi vida, que antes parecía tan predecible, ahora estaba llena de colores, de momentos intensos y de una amistad que había transformado mi manera de ver el mundo.

A veces, una sola persona, un solo vínculo, puede hacer que todo lo demás tenga sentido. Y en mi caso, esa persona fue Valeria, cuya amistad cambió mi vida para siempre.