Elena caminaba rápidamente hacia la estación de tren. Había tenido un día agotador en la universidad, pero el pensamiento de ver a su mejor amigo, Adrián, aliviaba todo el cansancio .
Adrián la esperaba en el banco de siempre, con una caja de pizza y una botella de limonada. Era su tradición desde hacía años: reunirse, hablar de todo y nada, y observar las luces de la ciudad desde el puente cercano.
—Llegas tarde —dijo Adrián, fingiendo molestia mientras le extendía un trozo de pizza.
—Culpa de mi profesor, es un experto en extender clases —respondió Elena, rodando los ojos.
Pasaron las horas riendo y recordando momentos de la infancia. Pero esa noche, algo era diferente. Elena sentía una extraña tensión en el aire, como si las palabras no dichas flotaran entre ellos.
—¿Sabes? —comenzó Adrián, rompiendo el silencio—. Hay algo que quiero decirte desde hace tiempo.
Elena lo miró, confundida pero expectante.
—Tú… eres lo mejor que me ha pasado. No sé cómo decirlo sin arruinar esto, pero creo que estoy enamorado de ti.
El corazón de Elena se aceleró. Era algo que nunca se había planteado, pero en ese momento, las piezas comenzaron a encajar: la forma en que buscaba su compañía, cómo su risa iluminaba sus días, y el vacío que sentía cuando no estaban juntos.
—Adrián… —susurró—, yo…
Las palabras se atoraron en su garganta, pero entonces, en un impulso, lo abrazó con fuerza.
—También siento lo mismo, pero tenía miedo de perderte.
Adrián sonrió, aliviado.
—A veces, Elena, hay que dejar que el corazón decida.
Esa noche, mientras las luces de la ciudad parpadeaban, Elena y Adrián dejaron de ser solo amigos y comenzaron una historia en la que el amor decidió ser el protagonista.