Ana y Lucas eran inseparables desde el jardín de niños. Compartieron desde las tardes de juegos en el parque hasta los desvelos estudiando para los exámenes finales .

El último verano antes de que Ana se mudara a otra ciudad para la universidad, decidieron hacer una lista de cosas pendientes: ver el amanecer en la playa, recorrer el centro de la ciudad en bicicleta y dejar un candado con sus nombres en el puente del río. Era su manera de atesorar los momentos antes de la despedida.

En una de esas tardes, mientras estaban tumbados en el césped viendo las estrellas, Lucas rompió el silencio.

—¿Crees que las cosas cambiarán entre nosotros? —preguntó, evitando mirarla directamente.

Ana giró la cabeza hacia él.

—No sé... Quiero que siempre seamos así, tú y yo, los mejores amigos.

Lucas asintió, pero el nudo en su garganta no le permitió responder. Había algo que había callado por años, un sentimiento que iba más allá de la amistad.

La última noche antes de su partida, Ana y Lucas cumplían la última tarea de su lista: despedirse en el puente. Colocaron el candado con sus nombres y arrojaron la llave al río.

—Ahora es oficial. Nadie podrá separarnos, ni la distancia ni el tiempo —dijo Ana con una sonrisa.

Lucas la miró fijamente, su corazón acelerado.

—Ana, yo... —vaciló—, siempre he sentido algo más por ti.

Ana lo miró sorprendida.

—Lucas, yo… no sabía.

—No quería que te fueras sin saberlo. Te quiero, Ana. No solo como mi mejor amiga.

El silencio los envolvió, roto solo por el murmullo del río. Finalmente, Ana dio un paso hacia él y tomó su mano.

—Yo también siento lo mismo, pero tenía miedo de arruinar lo que tenemos.

Lucas sonrió y, sin más palabras, ambos cerraron la distancia que los separaba con un abrazo que selló años de sentimientos escondidos. Esa noche no solo dejaron un candado en el puente, sino también el inicio de algo nuevo: una historia que iba más allá de la amistad.