El sol estaba a punto de ocultarse tras las montañas cuando salimos de casa, como lo hacíamos cada tarde. Rocky, mi fiel compañero de cuatro patas, movía la cola con entusiasmo mientras yo ajustaba su correa .Era un pastor alemán de ojos vivos, siempre alerta, pero con un corazón noble que lo hacía único.  

Tomamos el camino del bosque, un lugar donde el silencio solo era interrumpido por el canto de los pájaros y el crujir de las hojas bajo nuestros pies. Rocky caminaba a mi lado, olisqueando aquí y allá, siempre curioso. Esa tarde, sin embargo, algo parecía diferente. El aire era más denso, y un extraño murmullo se colaba entre los árboles.  

De repente, Rocky se detuvo en seco, tensando la correa. Su mirada estaba fija en algo entre los arbustos. Un escalofrío recorrió mi espalda, pero decidí acercarme. "¿Qué pasa, amigo?", le pregunté en voz baja. Con un ladrido corto, Rocky se soltó y corrió hacia los arbustos.  

Lo seguí, preocupado, y lo encontré junto a un pequeño zorro atrapado en una trampa. El pobre animal luchaba por liberarse, pero el hierro había atrapado su pata trasera. Rocky se sentó a su lado, mirándome como si pidiera ayuda.  

Sabía que era peligroso, pero no podía dejar al zorro así. Con cuidado, me acerqué y traté de abrir la trampa. El zorro gruñía débilmente, pero no intentó atacarme. Finalmente, logré liberarlo, y el animal cojeó unos metros antes de girarse para mirarnos, como agradeciendo nuestro gesto, antes de desaparecer en el bosque.  

Rocky me miró orgulloso, moviendo la cola con fuerza. "Buen chico", le dije, acariciando su cabeza. Caminamos de regreso a casa mientras el sol se ocultaba por completo, dejando en el cielo un manto de estrellas.  

Esa noche, mientras Rocky dormía a los pies de mi cama, no pude evitar pensar en lo afortunado que era de tenerlo a mi lado. Mi perro y yo éramos un equipo, dos almas unidas por la confianza y el cariño, siempre listos para enfrentar juntos cualquier aventura.