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La historia de Amalia.
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Marianne
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—¡Lárgate de mi casa, maldita pütà! —le gritó su padre mientras la empujaba hacia la calle con una maleta en la mano.
Amalia, de apenas 16 años, miraba a su padre con los ojos llenos de lágrimas. A su lado, la madrastra se mantenía callada, como si la escena no tuviera nada que ver con ella .
Cuándo la verdad es que era quién lo había instigado todo.
—Papá, por favor, déjame explicarte… —suplicó Amalia, abrazándose al vientre que ya comenzaba a notarse bajo su vestido.
—¿Qué vas a explicar, eh? ¡Que eres una vergüenza para esta familia! ¡Una cualquiera! —El hombre la miró con un desprecio que dolía más que cualquier golpe—. Aquí tienes tus cosas y un poco de dinero. ¡Que no te vuelva a ver jamás!
La puerta se cerró de golpe, y Amalia se quedó sola bajo el cielo nublado del pequeño pueblo. Caminó sin rumbo, buscando refugio entre las pocas amistades que tenía. Algunos la acogieron unos días, pero las miradas de desaprobación y los murmullos a sus espaldas la hicieron darse cuenta de que no era bienvenida en ningún lado.
Finalmente, terminó en la calle. La gente la miraba con lástima o desdén, pero nadie hacía nada por ayudarla. Con el tiempo, aprendió a mendigar y a buscar comida entre los desechos, siempre cuidando de no exponerse demasiado, especialmente cuando veía a hombres solos o en grupos, cuyo interés la hacía estremecer.
Una noche especialmente fría, Amalia no encontró un rincón seguro para dormir. Vagó hasta el cementerio, buscando resguardo entre las tumbas. Allí, encontró un mausoleo abandonado. El mármol estaba agrietado, y las puertas de hierro apenas se mantenían cerradas. Se acurrucó en un rincón, abrazándose el vientre.
—No te preocupes, mi amor —murmuró al bebé que llevaba dentro, aunque su voz temblaba de miedo y fiebre—. Mamá va a cuidar de ti… como pueda.
Pero el frío era demasiado, y el hambre la debilitaba. Mientras dormitaba, comenzó a delirar. En medio de su sueño febril, creyó ver pequeñas luces que flotaban a su alrededor, como fuegos fatuos. Eran cálidas, tranquilizadoras, y parecían susurrarle palabras que no entendía.
—No temas… todo estará bien… ven con nosotras —decían las voces.
Amalia, entre el sueño y la vigilia, se dejó guiar por las luces. Salió del mausoleo tambaleándose, con el viento helado mordiendo su piel. Las luces la condujeron hacia el corazón del cementerio, donde las tumbas eran más antiguas y el terreno estaba cubierto de maleza.
Cuando recuperó la lucidez, se dio cuenta de dónde estaba. Quiso retroceder, pero las luces no se lo permitieron. Se arremolinaron frente a ella, empujándola hacia el suelo.
—¿Qué quieren de mí? —preguntó con la voz quebrada, pero las luces solo insistieron. Una fuerza invisible la obligó a arrodillarse y comenzar a cavar con las uñas en la tierra húmeda.
Sus manos sangraban cuando finalmente tocó algo sólido. Era una olla de barro, sellada con cuidado. Con esfuerzo, la abrió y descubrió que estaba llena de monedas de oro y plata. Amalia sintió un nudo en la garganta, incapaz de creer lo que veía.
—¿Por qué…? —preguntó al aire, pero una de las luces se posó sobre su hombro, y una voz suave, como un susurro, le respondió:
—Somos las ánimas de este cementerio, aquellas que murieron olvidadas y en desdicha. Tú nos diste lo que nadie más… tus lágrimas, tus oraciones. Cuando estabas perdida y desesperada, dormiste entre nosotras y nos trataste como si aún fuéramos alguien. Ahora es nuestro turno de ayudarte.
Amalia lloró, abrazando la olla como si fuera un milagro. Las luces se desvanecieron, dejándola sola bajo el cielo estrellado. Con el dinero, salió del cementerio al amanecer y comenzó a construir una nueva vida. Compró ropa, comida y un lugar donde vivir. Meses después, dio a luz a un niño sano al que llamó Sebastián.
Cuando Sebastián cumplió un año, Amalia decidió volver a casa de su padre. Caminó hasta la puerta con el bebé en brazos, su postura erguida y su mirada firme. Su padre la recibió con los brazos abiertos, con una sonrisa que no ocultaba la avaricia.
—¡Hija, has vuelto! —exclamó al ver las joyas que adornaban su cuello—. Me alegra que te hayas dado cuenta de que esta siempre será tu casa.
Amalia lo miró sin emoción y le entregó un documento.
—No he venido para quedarme, sino para decirte que compré esta casa. Es mía ahora. Tú y tu esposa tienen hasta la noche para marcharse.
El rostro del hombre se descompuso.
—¿Cómo te atreves…? —empezó a decir, pero Amalia lo interrumpió.
—Me atrevo porque ya no soy la niña que echaste a la calle. Esta es mi casa, y mi hijo crecerá en ella, lejos de tu crueldad.
Sin decir más, dio media vuelta y entró, cerrando la puerta tras ella. Desde la ventana, observó a su padre y a su madrastra recoger sus cosas y alejarse bajo la lluvia.
Amalia suspiró, acariciando la cabeza de Sebastián.
—Gracias, ánimas… Siempre vivirán en mi corazón. —Murmuró, mientras la luz de una vela titilaba, como si le respondiera.
#lahistoriadeamalia
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