La historia de Isadora.
Hace 1 día
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Me llamo Isadora, y mi vida estuvo marcada por decisiones que otros tomaron por mí. Nací en un pueblo olvidado en las montañas de Asturias, donde la pobreza era una constante y las oportunidades, escasas .
Mi madre, viuda y con tres hijos que alimentar, aceptó una propuesta desesperada: enviarme a trabajar a la casa de un hombre adinerado, Don Sebastián, quien prometió ofrecerme un futuro mejor.

A los 18 años, fui trasladada a su hacienda, una mansión imponente rodeada de viñedos y campos que parecían extenderse hasta el horizonte. Al llegar, entendí que mi vida ya no me pertenecía. Aunque oficialmente me contrataban como doncella, pronto quedó claro que mi rol no se limitaba a las tareas domésticas. Era una joven ingenua, y las expectativas que pesaban sobre mí eran tan sofocantes como las paredes de aquella casa.

Entre las criadas conocí a Lucía, una cocinera unos años mayor que yo. Fue ella quien me tendió una mano amiga y me enseñó a sobrevivir en aquel ambiente. Lucía tenía una manera única de encontrar luz incluso en los momentos más oscuros. Me enseñó a leer, robando libros de la biblioteca de la casa y compartiendo conmigo poemas que nos hacían soñar con un mundo diferente.

—Nunca olvides, Isadora, que tu valor no depende de lo que otros piensen de ti —me decía mientras trabajábamos juntas en la cocina.

Con el tiempo, Lucía se convirtió en mi refugio, en alguien con quien podía compartir mis sueños y temores. Su compañía era un recordatorio constante de que aún había bondad en el mundo. Juntas planeábamos escapar, construir una vida lejos de la opresión y las expectativas que nos habían impuesto.

Una noche, sin embargo, nuestros planes se vieron truncados. Don Sebastián descubrió nuestra amistad y, en su autoridad, decidió separarnos. Lucía fue enviada lejos, a trabajar en otra hacienda, y yo fui castigada, confinada en mi habitación por días. Sin ella, la casa se convirtió en un lugar aún más frío y solitario.

Pero Lucía había plantado en mí una semilla de resistencia. Sabía que no podía quedarme allí para siempre. Una noche, mientras todos dormían, reuní el poco valor que me quedaba y escapé. Corrí a través de los campos, guiándome por las instrucciones que Lucía me había dejado en una nota antes de partir.

Llegué a un convento que acogía a mujeres en situaciones difíciles. Allí encontré un refugio temporal, un lugar donde reconstruirme. Aprendí a valerme por mí misma, a leer y escribir con fluidez, y a entender que mi vida no tenía por qué estar definida por mi pasado.

Nunca volví a saber de Lucía, pero cada vez que abro un libro o veo un campo de flores, pienso en ella. En su risa, en su fortaleza, y en la promesa de un futuro que construyo cada día. Ahora vivo como una mujer libre, consciente de que, aunque mi camino haya sido difícil, mi historia es un testimonio de resiliencia y esperanza.

El precio del silencio fue alto, pero el de la libertad lo valió aún más.


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