En las calles grises de Viena, un joven llamado Adolf Hitler soñaba con inmortalizarse en el arte. Sus manos, siempre precisas, trazaban iglesias, calles y edificios vacíos, pero el calor de las figuras humanas jamás llegó a sus lienzos.
Dos veces se arrodilló ante la imponente Academia de Bellas Artes, y dos veces las puertas se cerraron .“Frío, sin alma”, dijeron de sus cuadros. Y algo dentro de él, algo frágil, se quebró.
El pincel cayó de sus dedos y, con él, su sueño de colores. La rabia ocupó el lugar del arte, y aquel joven que quiso dibujar belleza terminó pintando las sombras más oscuras de la historia.
Hoy, sus cuadros no son más que un eco del pasado, piezas incómodas de un rompecabezas histórico. Guardados en colecciones privadas o subastados como curiosidades, no son recordados por su arte, sino como testimonios de un sueño fallido que acabó sumiendo al mundo en pesadilla.