El fin de año tiene una manera peculiar de hacernos detenernos aunque sea por un instante para mirar atrás. Es como un viejo álbum de fotos que abrimos, donde cada página nos recuerda quiénes fuimos, qué vivimos y en quiénes nos hemos convertido.
Hay algo casi mágico en este momento: un cruce entre lo que dejamos y lo que está por venir .Los días parecen más cortos, pero las emociones más largas. Revisamos los sueños que cumplimos, los que dejamos en pausa y los que ni siquiera intentamos. Y en ese balance, entre logros y pendientes aprendemos más sobre nosotros mismos.
El fin de año también trae consigo despedidas. No solo del tiempo que se va, sino de las personas, los lugares, las versiones de nosotros que dejamos atrás. Hay una nostalgia inevitable porque cerrar ciclos nunca es fácil. Sin embargo, es necesario. No podemos cargar con el peso del año que termina si queremos abrazar lo que viene.
Pero el cierre no es solo un adiós, también es un agradecimiento. Porque incluso en los momentos difíciles el año nos deja lecciones y esas son más valiosas que cualquier éxito. Nos recuerda que somos más fuertes de lo que creíamos, que sobrevivimos tormentas que pensamos que nos quebrarían y que siempre hay luz incluso en las noches más oscuras.
El fin de año no es una línea definitiva, es una pausa. Un respiro antes de seguir adelante. Es el momento perfecto para reconciliarnos con lo que no salió como esperábamos, para soltar lo que nos pesa y para abrir espacio a lo nuevo. Porque la vida, al final, es un constante empezar de nuevo, un recordatorio de que siempre hay otra oportunidad, otro comienzo.
Así que, mientras el calendario cambia y el tiempo avanza, cierra los ojos por un instante. Agradece lo vivido, lo aprendido, lo perdido y lo ganado. Permítete sentirlo todo incluso si duele un poco. Y luego, con el corazón ligero, da el primer paso hacia el nuevo año que te espera. Porque el fin no es más que el preludio de un nuevo inicio.