El perdón es uno de esos conceptos que, aunque todos entendemos en teoría, puede ser increíblemente difícil de poner en práctica. No es algo que venga de manera natural, especialmente cuando hemos sido heridos profundamente o cuando la traición ha dejado una marca visible en nuestras vidas .
Personalmente, he aprendido que el perdón no es para la otra persona, sino para mí. Cuando guardamos rencor, nos convertimos en prisioneros de nuestra propia ira y dolor. El perdón, entonces, no es un regalo para el que nos hizo daño, sino una forma de liberarnos de las cadenas emocionales que nos atan. Aunque perdonar puede no borrar el daño hecho, nos permite encontrar paz interior y seguir adelante.
Una de las razones por las que perdonar es tan difícil es que, muchas veces, sentimos que al hacerlo estamos perdiendo nuestra "razón" para estar enfadados, como si el sufrimiento nos diera alguna forma de poder o control. El ego puede decirnos que, al aferrarnos al resentimiento, estamos demostrando que no toleramos la injusticia, que no permitiremos que nos pisoteen. Pero en realidad, lo único que conseguimos es arrastrar ese peso emocional con nosotros.
El perdón tampoco significa que tenemos que reconciliarnos o seguir en contacto con esa persona. A veces, la mejor forma de perdonar es establecer límites, alejarnos de quienes nos lastimaron y proteger nuestra salud emocional. El perdón es un acto de aceptación: aceptar que lo que sucedió no lo podemos cambiar, pero que somos dueños de cómo elegimos reaccionar ante ello.
Perdonar, finalmente, es un proceso. No se trata de una acción puntual, sino de un camino que, con el tiempo, nos lleva a una mayor comprensión de nuestra propia vulnerabilidad y humanidad. Es una decisión consciente de soltar el pasado para hacer espacio al futuro. Aunque puede ser un camino largo y doloroso, el perdón tiene el poder de curar, de sanar heridas que ni siquiera sabíamos que existían.