La ciudad estaba cubierta de luces y adornos, pero el espíritu navideño había sido reemplazado por una tensión palpable. En cada esquina, la opulencia de los escaparates contrastaba con la desesperación de los sin techo .
Yara caminaba por las calles, sintiendo el frío calar hasta los huesos, no solo por el clima, sino por la indiferencia que la rodeaba.
Esa noche, Yara tenía un plan. No era una activista, ni una heroína, solo una mujer cansada de la injusticia. Había pasado semanas organizando un evento clandestino, “un regalo” para la ciudad. En su bolso llevaba algo más que esperanza: llevaba la verdad.
A medianoche, mientras las familias acomodadas brindaban con champán, Yara y un grupo de desconocidos se reunieron en la plaza central. Con una precisión casi militar, desplegaron pancartas y altavoces. La música navideña fue remplazada por un mensaje contundente: “La Navidad no es solo para los ricos”.
Las pantallas gigantes de que solían mostrar anuncios de lujo ahora proyectaban imágenes de familias sin hogar, de niños sin regalos, de ancianos olvidados. Yara tomó el micrófono y, con voz firme, comenzó a hablar sobre la desigualdad, sobre la necesidad de un cambio real.
La policía llegó rápidamente, pero no antes de que el mensaje calara en los corazones de muchos. La multitud, inicialmente sorprendida, comenzó a aplaudir y a unirse al coro de voces que pedían justicia. Yara sabía que su acto tendría consecuencias, pero también sabía que había encendido la chispa.
Esa noche, la Navidad en la ciudad cambió para siempre. No por los regalos, ni por las luces, si no por la conciencia despertada. Yara fue arrestada, pero su mensaje resonó mucho más allá de las rejas. La Navidad, pensó, no debería ser una celebración de la opulencia, si no un recordatorio de nuestra humanidad compartida.