En medio del vasto océano Atlántico, había una isla olvidada por los mapas y las rutas marítimas. Los pocos marineros que conocían su existencia hablaban en susurros sobre un faro solitario que nunca dejaba de brillar, aunque nadie lo cuidara .Según la leyenda, el faro perteneció a un hombre llamado Samuel Eldridge, un guardafaros que desapareció misteriosamente hace cien años.
Una noche oscura y tormentosa, un joven cartógrafo llamado Alan se propuso encontrar la isla para confirmar si la historia era real. Había leído viejas bitácoras y encontrado un mapa incompleto en una librería polvorienta. Era escéptico, pero su sed de aventura lo llevó a zarpar en un pequeño velero.
Después de días de navegación, una densa niebla envolvió su barco. En medio de la bruma, Alan distinguió la silueta del faro. La luz giraba lentamente, rompiendo la oscuridad como un latido constante. Atracó en la costa rocosa y subió por un sendero cubierto de musgo hasta la torre.
Al entrar, encontró el interior sorprendentemente limpio, como si alguien lo hubiera mantenido. Una lámpara antigua seguía ardiendo, y había un diario abierto sobre una mesa. Alan, intrigado, leyó las últimas palabras escritas con una caligrafía apresurada:
"La tormenta está aquí. No puedo abandonar mi puesto. Si alguien encuentra esto, sabrá que cumplí con mi deber hasta el final."
De repente, un estruendo sacudió la torre. Alan giró y vio la figura de un hombre en el umbral: alto, con ropas desgastadas y ojos que reflejaban el resplandor de la linterna del faro.
—¿Quién eres? —preguntó Alan, aunque en el fondo ya sabía la respuesta.
—Samuel Eldridge —respondió el hombre, su voz resonando como un eco lejano—. He estado aquí... vigilando. Siempre vigilando.
Alan quiso responder, pero Samuel se desvaneció como humo. Solo quedó el eco de su voz y el sonido del viento. Confuso, bajó de la torre y regresó al barco, prometiéndose no contarle a nadie lo que había visto.
Cuando Alan llegó a puerto y consultó de nuevo su mapa, descubrió que la isla ya no estaba marcada. Sin embargo, cada noche, desde su ventana, podía ver en la distancia un pequeño destello: la luz del faro, recordándole que la isla y su extraño guardián seguían allí, cumpliendo un deber eterno.