Siempre he sido una persona de listas. Si algo no estaba anotado, planificado y revisado al menos dos veces, no sucedió .Esa era yo: obsesionada con el control. Pero lo que nunca imaginé es que el mejor momento de mi vida llegaría cuando todo ese control se fue al traste.
Era un sábado cualquiera y yo estaba en casa, reorganizando mi agenda de la semana. Mi amiga Laura me llamó de repente preguntandome: “¿Tienes el pasaporte al día? '' Vente conmigo a un viaje. Me reí pensando que estaba bromeando, pero no lo estaba. Había encontrado una oferta de última hora para viajar a un país que apenas conocía: Islandia.
Mi primer instinto fue decir que no. No tenía nada listo, no sabía qué esperar y francamente, el pensamiento de improvisar me aterraba. Pero entonces me miré al espejo y algo en mí quizás esa vocecita rebelde que a veces ignoramos, me empujó a decir: “Sí” .
Al día siguiente estaba en un avión con una mochila armada en 20 minutos y un nudo en el estómago. Llegamos a Reykjavik y la aventura comienza. No teníamos un itinerario fijo, solo un coche alquilado y la idea de recorrer la famosa “Ring Road” que rodea la isla.
El paisaje era como de otro mundo, montañas cubiertas de nieve, cascadas que parecían salir de cuentos de hadas y playas de arena negra que desafiaban todo lo que había conocido. Pero lo que realmente me transformó no fue solo la belleza del lugar sino el acto de dejarme llevar.
Un día en particular estábamos conduciendo sin rumbo cuando vimos un pequeño cartel escrito a mano que decía: “Hot Spring →”. Laura y yo nos miramos y sin decir nada giramos hacia ese camino. Terminamos en una piscina geotérmica natural perdida en medio de la nada. El agua era cálida, el aire helado. Nos sentamos allí bajo un cielo lleno de estrellas y por primera vez en mucho tiempo sentí que no tenía que hacer nada. Solo estar.
Ese viaje me enseñó que no siempre necesitas un plan. A veces lo mejor de la vida ocurre cuando te permites perderte, literalmente y metafóricamente. Desde entonces aprendí a decir más “sí” a las cosas inesperadas. No porque sea fácil —aún me cuesta soltar el control—, sino porque comprobó que los momentos más memorables llegan cuando te atreves a confiar en lo desconocido.
Ahora, cada vez que alguien me pregunta por mi viaje favorito, sonrío y hablo de Islandia. Pero más que un lugar, fue un cambio en mí lo que hizo que todo valiera la pena: aprender que la vida no siempre necesita una lista. Solo necesitas que te atrevas a vivirla.